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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Concha Velasco y el aparcamiento de abuelos

Falta tiempo, es cierto, pero también sobra un poco de egoísmo; en algunas cosas quizá no hemos avanzado para bien

Actualizada 12:18

Los hijos de la magnífica actriz Concha Velasco, de 82 años, han explicado que ya no podía ser bien atendida en su vivienda particular, debido a sus crecientes problemas médicos. Así que la familia ha tomado la decisión de que se mude a una residencia de ancianos. Es una medida que cada día toman muchas familias españolas y no voy a lanzarme a juzgarla, pues habría que verse en cada situación particular y es muy facilón hablar desde fuera. Pero aún así, al conocer la noticia me entristeció un poco.

Concepción Velasco Varona se ha pasado 67 años de su vida trabajando a destajo. A los quince tuvo su primer papelillo en el cine, en 1965 se convirtió en la jovial «La chica ye-ye» y se apeó de las tablas del teatro en fecha tan tardía como el pasado septiembre, cumplidos ya los ochenta. A pesar de su sonrisa vitalista, su crepúsculo ha resultado tristón, nublado por un cáncer y un pufo con Hacienda que la obligó a vender su casa. Apena que una persona de 82 años, que se ha esforzado durante seis décadas, que ha logrado los máximos reconocimiento en su oficio, no pueda vivir en su casa en esta fase de su existencia. Y ya lo sabemos, sí: es el signo de los tiempos, las cosas son así... Pero todos vamos cumpliendo años y llegaremos a esas encrucijadas. Así que sincerémonos y hagámonos la pregunta: ¿nos gustaría ingresar en un asilo de ancianos a los 82 años? Confieso que a mí no. Como a casi todo el mundo, me agradaría poder pasar mis últimos tiempos en mi hogar (aunque probablemente me tocará la residencia, porque ahora falta tiempo para cuidar de los viejos, y sobre todo escasea el amor incondicional y abnegado de antaño, que aportaban casi siempre las maravillosas mujeres).

Una de las cosas que me gusta de Francisco es su tenaz defensa de los ancianos (el eufemismo cursi de «los mayores» da un poquillo de repelús). El Papa condena con acierto lo que él denomina la subcultura «del descarte». Nuestras sociedades han mejorado enormemente en bienestar material. Los abuelos de muchos españoles adultos de hoy se criaron en casas de aldea donde la calefacción de los dormitorios la aportaba el vaho de los animales que moraban en la cuadra del bajo. Pero la calidad humana no ha progresado al mismo ritmo que la riqueza material. De hecho, tal vez haya retrocedido.

En 2001 tuve la ocasión de visitar Afganistán poco después de que Estados Unidos ganase la guerra, cuando los americanos fabulaban con la utopía de que construirían allí una floreciente democracia. Recorriendo algunas localidades de aquel país atrasado, fiero y orgulloso, me explicaron que los afganos consideraban a los viejos mucho más valiosos que los niños. Su argumento era el siguiente: el niño es solo un proyecto, el anciano en cambio es una realidad, el tesoro que ha dejado el poso de una vida. Como occidental, cuando escuché aquello me pareció casi aberrante. Ahora ya no lo tengo tan claro.

Por edad, me dio todavía tiempo a contemplar de refilón el final de la aldea ancestral gallega. En cierto modo eran vidas de bosquejo de Valle-Inclán; casi evocaban estampas del neolítico. La economía resultaba muy básica y bastante pobre. La higiene escaseaba y la superstición abundaba. Pero había hechos extraordinarios, como la vida comunal al calor de la lareira, mezclándose los de todas las edades para intercambiar por la noche cuentos y chanzas, o cómo cuidaban aquellas personas a sus ancianos. En muchas casas dominaba por completo la abuela, con mando en plaza hasta el último suspiro, a lo Isabel II. Ella era quien daba la orden de vender medio ferrado de trigo para comprar unos vestidos y nuevos aperos, o de dar limosna a los pobres que hacían romería frente al poyo de la entrada, o de matar al «cocho» o comprar otro ternero. Aquellas personas, que no tenían casi nada y dormían sobre colchones de relleno de paja, no habrían permitido jamás que separasen de ellos a sus padres y madres para llevarlos a alguna residencia comunal e impersonal. Lo mismo observé en la familia marinera de mi padre, donde ni un solo abuelo murió jamás en un asilo de ancianos, gracias al esmero de mis tías y primas (porque las heroínas de esta historia, insisto, fueron las mujeres).

Ahora ya no tenemos tiempo. Es cierto. Los minutos arden como si fuesen gasolina. Nuestras vidas se han convertido en una taquicárdica carrera profesional, sin un minuto para el sosiego, la introspección, el aburrimiento –que es una de las espoletas de la creatividad– o el cariño desplegado con lentitud y calma. A casi todos nos aguarda «la residencia». «No tenemos tiempo». «Nos es imposible cuidarla». Probablemente esas frases son ciertas. Pero aún así, en algunas tardes grises te sorprendes pensando que los aldeanos de antaño tal vez eran más sabios que nosotros, pollos sin cabeza corriendo desesperados por la carretera del estrés.

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