Franceses
Anamari Hidalgo ha retratado al socialismo francés y al español con los mismos votos que lograría el feo de los Calatrava en el certamen de Miss Universo
Anne Hidalgo, que en realidad se llama Ana María pero le parece cateto su propio nombre; se encomendó a Pedro Sánchez y ha obtenido el peor dato histórico del Partido Socialista francés, todavía peor que los sucesivos peores resultados históricos del PSOE firmados por su padrino político español.
Aunque Sánchez no tardará en decir que su colega es Macron, lo cierto es que el socialismo francés se ha quedado en un 1,7 por ciento de votos, no muy lejos de los que sacaría el feo de los Calatrava de presentarse al certamen de Miss Universo: ése es el nivel del socialismo, entre la irrelevancia y el ridículo, cuando no disfruta de altavoces como los que tiene en España.
Porque ésta, la vaselina mediática, es la gran diferencia entre Sánchez e Hidalgo: allí en Francia nadie tiene a su disposición el Matrix televisivo vigente en España, capaz de ayudarle al presidente a instalar en la opinión pública el ideario sanchista, según el cual si su Gobierno atropella a una vieja en el paso de cebra, a quien hay que pedirle explicaciones es a la vieja.
Las elecciones en Francia, ese país admirable por un sinfín de virtudes que ahora mismo no recuerdo, no servirán para estimular en la izquierda europea, y menos en la española, una reflexión autocrítica sobre su deriva hacia la irrelevancia ni para entender que su fracaso atiende a su pavoroso alejamiento de la calle, cuyos problemas reales merecen la misma atención de las Hidalgo de turno que la sobreexplotación del atún rojo en Japón.
Pero allí no hay monocultivo de canales y programas de televisión como los que aquí tapan las mascarillas de Illa y soflaman las de Almeida; señalan al hermano de Ayuso y dan coartada al de Ximo Puig o, hete aquí la apoteosis, colocan la idea al arruinado de que no puede bajarle los impuestos porque es importante mantener abiertos 22 ministerios.
El nuevo relato tras la defunción del socialismo francés será que allí sí se imponen «cordones sanitarios», que es la saeta de quienes consideran necesario aislar a Vox pero no encuentran problemas en encamarse con Iglesias, Junqueras y Otegi a la vez: con un chavista, un golpista y un terrorista, sin duda menos peligrosos que Macarena Olona y otros neonazis abogados del Estado.
Y esto merece una aclaración: si Macron se puede permitir criminalizar a Le Pen es porque el sistema a doble vuelta impone ese discurso para lograr los votos de todos los excluidos en la primera. Si el procedimiento fuera el español, Macron y Le Pen terminarían entendiéndose desde la evidencia de que las distintas derechas francesas suman más del 60 por ciento de los votos.
Pero si queremos admitir el pulpo electoral como animal de compañía presidencial; la pregunta que cabe hacerle a las Anamaris españolas es si están dispuestos a hacer lo que la Anamari francesa: si tanto les preocupa la «ultraderecha», ¿por qué no dicen que siempre permitirán gobernar al PP si así consiguen frenarla?
Quien más ha hecho medrar a Vox en España, aparte de sus méritos propios, ha sido el «no es no» de Sánchez, la resistencia a cambiar la ley electoral del PSOE y el amparo de la televisión pública y privada a la consigna sanchista de sacarles mucho aunque sea para atacarles. En España no existe la ultraderecha, pero si alguien hace publicidad de esa fantasía es quien luego se queja de sus supuestas consecuencias.