La gran ventaja de Francia sobre España
Tienen muchos problemas, sí, pero no se tienen que ocupar de debatir la unidad de su nación ni han fragmentado la educación y la lengua
Es bien conocida la historia de la planta de Whirlpool en Amiens, metáfora perfecta de los males que aquejan hoy a Francia, que en realidad son los de buena parte de una Europa todavía próspera (aunque no se sabe por cuánto tiempo). En Amiens, ciudad natal de Macron allá en el postergado Norte de Francia, tuvo lugar hace cinco años el momento estelar de la campaña electoral gala. La fábrica estadounidense de secadoras, con 300 empleos directos y un cuarto de siglo de historia, amenazaba con cerrar y mudarse a Polonia, donde la mano de obra era un 50 % más barata. Barricadas de manifestantes rodeaban las instalaciones. Marie Le Pen se presentó en la protesta, se hizo selfies con los obreros en huelga, prometió que con ella jamás se cerraría y acusó a Macron de esconderse en restaurantes finos de Amiens en lugar de estar allí con los currantes. Macron tuvo reflejos y acudió también a Whirlpool, donde fue insultado y zarandeado al llegar. Se reunió en las oficinas con los delegados sindicales. Pero en un ejercicio de realismo solo les ofreció cursos de formación para buscar otros empleos y ayuda para encontrar un comprador sólido para la planta.
¿Qué ocurrió finalmente? Nadie hizo nada. Whirlpool se largó con su música a Polonia, por supuesto. Hoy la fábrica ofrece una desoladora estampa de arqueología industrial en ruinas, con hierbajos medrando por sus rendijas. El problema es que no se trata de un caso aislado. En esa región de la Picardía francesa cerraron entre 2010 y 2015 las fábricas de Goodyear, Continental y Sapsa Bedding, dejando sin empleo a varios miles de personas en unas comarcas donde no hay mucho más que rascar. La industria suponía en 1980 el 24 % del PIB galo. Hoy, un 13 %. Francia se ha convertido en buena medida en «la historia de dos naciones», como decía el título de aquella novela de Disraeli sobre la Gran Bretaña decimonónica. Existe una Francia metropolitana que va tirando, mayormente macronista, y luego está la Francia eterna de la pequeña provincia, muy cabreada por la falta de oportunidades, perpleja ante la globalización y molesta con los problemas de la inmigración, que está mayormente con Le Pen (o con demagogos extravagantes como Mélenchon o Zemmour).
Francia lleva mucho tiempo en el diván del psicoanalista. Mi modesto diagnóstico es que arrastra el problema de muchos herederos de viejas familias: quieren vivir de rentas sin entender que el mundo ha cambiado y que toca ponerse al día. Hoy los franceses no se distinguen precisamente por su laboriosidad (trabajan pocas horas y se jubilan a los 62 años). Además, su legislación laboral y su fiscalidad resultan gravosas para los inversores foráneos. Francia peca de estatismo y falta innovación. Por último, la integración de los inmigrantes musulmanes ha sido un fracaso, al haberse optado mayormente por un modelo de guetos de arrabal. El resultado de toda esa desesperanza y desconcierto son movimientos de protesta, como el de los «gilets jaunes» de 2018, y un panorama partidista que a ratos parece un circo. Mientras el Reino Unido ya se está sacudiendo el populismo –UKIP es historia– y va volviendo a su fiable modelo de conservadores, laboristas y liberales, los franceses están con una sopa de letras y con soluciones mágicas nacionalistas que gozan de enorme predicamento.
Sin embargo, pese a todo lo que acabamos de contar, la situación de Francia continúa siendo idílica si se compara con la de esta España gobernada por socialistas y comunistas. El umbral de pobreza en Francia está situado en 1.200 euros. La inflación en marzo fue del 5,1 %, frente al insoportable 9,8 % que padecemos aquí con el gran Sánchez. El PIB galo rebotó el año pasado dos puntos más que en España, donde el Gobierno, como siempre, incumplió sus previsiones. Con todos sus problemas, la tasa de paro francesa es del 7,4 %, la menor en trece años, frente al 12,6 % que padecemos aquí con nuestro Gobierno progresista, ecologista y feminista para todas y todos. Francia además conserva media docena de multinacionales que se cuelan entre las mayores del mundo (LVMH, L’Oreal, Hermès, Sanofi, BNP Paribas, AXA….).
Pero por encima de todo, Francia cuenta con una enorme ventaja sobre España: es un país unido y bastante homogéneo, que no tiene que lidiar cada día con amenazas a la unidad de la nación y con una disgregación en pequeñas taifas ombliguistas. El tópico de la maravillosa «diversidad» que salmodia en España casi todo el mundo, incluido Felipe VI, es bastante discutible. La realidad es que los países uniformes, unidos por la argamasa de una gran cultura nacional y unos valores compartidos, funcionan mejor que las verbenas cantonales, como la que hemos ido construyendo en España. Francia preserva su escuela republicana, que es un elemento clave en la creación de una conciencia nacional y en la promoción de la norma culta del idioma francés. Aquí obligamos a los niños a estudiar a olvidados nobles locales en lugar de a los Reyes católicos y en algunas regiones son forzados por los nacionalismos centrífugos a formarse en idiomas que no son el mayoritario en la calle.
El 69 % de los franceses, según las encuestas, creen que su sistema político está roto. Pues no sé qué pensarían si disfrutasen del nuestro, que últimamente parece un manual de cómo hacerse el harakiri en cómodos plazos.