Aquellas Semanas Santas
No era una semana de vacaciones. Apenas se producían desplazamientos. Era una semana de oración y respeto, que se relajaba el Sábado Santo y se celebraba por todo lo alto el Domingo de Resurrección
En Andalucía persiste la costumbre. En Madrid llamaba la atención y se prestaba a confusiones. Éramos diez hermanos. Nuestra madre mantenía las tradiciones de la tierra de sus mayores el Viernes Santo. Con Jesús muerto y sepultado, los hermanos guardábamos luto. Los seis menores acudíamos a los Oficios de los Padres Carmelitas de la calle de Ayala, y al vernos vestidos de traje oscuro y corbata negra, muchos vecinos nos daban el pésame. Agradecíamos sus muestras de sentimiento con enorme naturalidad. Y oíamos por la radio el sermón de las Siete Palabras del padre Laburu, jesuita vasco y médico. El padre Laburu angustiaba con sus conocimientos, y explicaba desde sus conceptos científicos la agonía de Nuestro Señor. La valoración del sermón, que se retransmitía por radio, se sustentaba en las lágrimas. Lo decía una hermana de nuestra madre. –Ha sido precioso porque he llorado muchísimo.
La Semana Santa no era una semana de vacaciones. Apenas se producían desplazamientos. Era una semana de oración y respeto, que se relajaba el Sábado Santo y se celebraba por todo lo alto el Domingo de Resurrección. En los años sesenta, ya toreaba en la plaza de toros de Sevilla la corrida del Domingo de Resurrección don Francisco –Curro- Romero. En TVE las películas Balarrasa, Marcelino Pan y Vino, y Rey de Reyes. De teatro, El Divino Impaciente de don José María Pemán, extraordinario y silenciado en nuestros tiempos injustos. En blanco y negro el Vía Crucis en el Coliseo romano con Juan XXIII y Pablo VI. Con este Papa la televisión cambió al color. El ambiente se impregnaba de devoción y melancolía. El Viernes Santo no entraba en la bula que se pagaba a la Iglesia para no hacer vigilia los viernes de Cuaresma. El Viernes Santo, pescado obligatorio. No soy excesivamente carnívoro, pero el Viernes Santo, por aquello de la imposición, me entraban ansias gastronómicas de carne, jamón y toda suerte de embutidos. Nuestra madre escondía el jamón y los embutidos, y jamás descubrimos el escondite. El Domingo, ya con Jesús resucitado, después de la Misa, interminables colas en El Riojano, Neguri, Mallorca, Mónico y otras confiterías para comprar pasteles y tartas. Y en la nevera de nuestra casa, de nuevo los embutidos que aparecían milagrosamente. Música sacra. La buena música ayuda a creer más en Dios. El órgano y los coros emocionan. Todo lo contrario que los conjuntos guitarreros parroquiales que tanto daño han hecho a la fe de los cristianos. Y el Domingo de Resurrección, por la tarde-noche alguna película del oeste, con John Wayne o Gary Cooper o Gregory Peck, organizando el círculo de las carretas de los colonos para rechazar el ataque de los sioux, los apaches, los comanches o los arapahoes. Ganaban siempre los blancos porque los pieles rojas anunciaban con gritos el inicio de sus acometidas al galope, y avisaban a los atacados, que además, respondían con rifles a las flechas de los indios. Todo volvía a la normalidad después de tres días de oración y tristeza. Me contaba mi amigo Eugenio Egoscozábal, que en San Sebastián, en la parroquia del Antiguo, en Ondarreta, el Domingo de Resurrección se celebraba una maravillosa Misa cantada por el Coro de Santa Cecilia, y la homilía estaba a cargo del párroco, el padre Rementería. Y que en plena emoción en su prédica, informó, pregunto y sentenció de esta guisa. «Amados hermanos, ¡Jesús ha resucitado! El que lo crea, acierta. Al que no lo crea, que le den “morshilla».
A veces el golpe de humor. Dios es alegre. Dios no aburre. Somos los cristianos los que le hacemos severo y aburrido.
Pero aquellas Semanas Santas lo eran en plenitud. Quizá, estrictas, pero dedicarle tres días al año a la muerte de Jesús en la Cruz no es para quejarse. Hoy vuelvo al ayer, al seno de una larga familia cristiana, y me asalta la nostalgia y por qué no reconocerlo, la pesadumbre de las añoranzas.