Lo que Irene Montero no sabe de sí misma
«Conócete a ti mismo», recomendaba la famosa cita clásica griega, pero parece que la ministra faltó al cole el día que tocaba estudiarla...
Irene Montero, de 34 años, odia la monarquía y muy especialmente al Rey Juan Carlos, al que vitupera constantemente. Pero a su padre –un mozo de cuerda abulense, listo y trabajador, que acabó montando una empresa de mudanzas– le fue estupendamente durante el reinado del monarca que ayudó a traer las libertades y al despegue de España. De hecho, la ministra está forrada gracias a su herencia paterna, que no por sus nano-méritos propios.
Irene Montero odia a los que llama con desprecio «los ricos». Pero encarna perfectamente el comunismo caviar. Para los estándares españoles, Irene es rica: posee la mitad de la dacha de Galapagar y ha heredado un piso en Madrid, otro en Ávila, una finca urbana y una rústica y un almacén.
Irene Montero es una gran defensora de la clase trabajadora. Pero ella trabaja muy poco. Al igual que sucedía con Iglesias en su etapa como vicepresidente, Montero se distingue por su gandulería: es uno de los ministros con menos agenda de actividad de todo Gobierno. Muchos días directamente no hace nada.
Irene Montero es una fervorosa defensora de «lo público». Pero por supuesto estudió en un colegio concertado.
Irene Montero va de summum del feminismo. Pero ha aceptado la más machista de las formas de promoción: debe su fulgurante carrera política a haberse emparejado con el líder de un partido político, un tipo que ya había promocionado a su novia anterior (para degradarla al gallinero del Congreso en cuanto rompió con ella). Irene estudió Psicología. Luego trabajó un año como dependienta en una tienda de electrodomésticos y después anduvo zascandileando, que si un poco de máster por aquí, que si una tesis que jamás acabó… Hasta que encontró su modo de vida: Iglesias. Se convirtió en jefa de gabinete del Querido Líder, luego en su novia, y a partir de ahí comenzó a subir como la espuma en Podemos, partido que dirigía con dedo de hierro su pareja, que la hizo ministra.
Irene Montero prometió al tomar posesión «lealtad al Rey» y «guardar y hacer guardar la Constitución». Pues bien: hace todo lo contrario, se dedica a cargar contra la monarquía en cuanto puede y ayer mismo pidió un referéndum a favor de la república. Traducción: está incumpliendo aquello que prometió, pues el ordenamiento constitucional español establece que España es una monarquía parlamentaria y ella intriga contra ese principio. En un país cabal debería renunciar o ser destituida.
Irene Montero acaba de dar otra vuelta de tuerca a favor del aborto. Quiere que las niñas de 16 años puedan abortar sin permiso paterno. Pero como recordaba en un artículo en El Debate el preclaro Ignacio Sánchez Cámara, en este país los niños de 16 años no pueden comprar tabaco, ni beber una cerveza, ni siquiera ir al fútbol sin compañía. Irene Montero llama al aborto «interrupción voluntaria del embarazo». Pero no hay tal interrupción. Lo único que hay es la muerte de una vida humana. Irene Montero se refiere a su ley del aborto como una norma de «salud reproductiva». Otro eufemismo absurdo: no es un tema de «salud», porque una embarazada no es una enferma, y no es «reproductiva», porque lo que se hace precisamente es evitar la reproducción. Irene Montero defiende que la mujer debe ser «dueña de su propio cuerpo». Pero esa consideración la deja en suspenso cuando se trata de los vientres de alquiler, ahí ya no quiere que la mujer haga lo que le dé la gana con lo que lleva dentro (la libertad es solo para eliminarlo). Irene Montero llama frívolamente «avance en derechos» a la tragedia de que casi cien mil mujeres aborten cada año en España, que vende como si fuese una maravilla social. Irene Montero jamás se ha parado a pensar que si las madres de cada uno de nosotros, que respiramos por este planeta, se hubiesen entregado al alegre «derecho» simplemente no existiríamos; nos habrían matado en el útero (y sé que suena duro, pero esa es la sencilla realidad del aborto).
Irene Montero es una ministra incongruente, de paupérrimas prestaciones laborales, ideario radical y muy pocos conocimientos. Una persona de tan poca calidad nunca debió haber llegado a ministra de España. Pero ahí la tenemos, por cortesía del peor y más débil presidente de nuestra democracia, Sánchez, que ha logrado lo que parecía un imposible: empeorar a Zapatero.