La mujer del César
La proyección institucional de nuestros Reyes es tan abrumadora y su imagen tan potente internacionalmente, que la pareja que juega a sustituirlos es una suerte de broma pesada
En España la mujer del primer ministro no tiene cargo institucional alguno ni agenda oficial ni protocolo de Estado. Así lo entendieron Amparo Illana, Pilar Ibáñez, Carmen Romero, Ana Botella, Elvira Fernández y, a medias, Sonsoles Espinosa, esposa de Zapatero, que decidió colarse en un viaje oficial a Estados Unidos para hacerse una foto con Obama, como si fuera una groupie, cuyo resultado es de todos conocido: la Casa Blanca publicó en su página web la imagen en la que también aparecían las dos hijas del matrimonio, fotografía que fue objeto de comentarios muy desafortunados, impropios del respeto que se ha de guardar por los menores. La oficina del presidente americano no entendió ese híbrido de exigencia de intimidad y aprovechamiento de la posición del marido que intentó maridar Sonsoles. Tampoco la mayoría de los españoles.
Con Pedro Sánchez las cosas han cambiado. Como siempre, a peor. Él preside el Ejecutivo, pero cree ostentar una Presidencia de República. Ha borrado la figura del verdadero jefe de Estado, el Rey, de la agenda internacional, reduciendo su papel a la presencia en la toma de posesión de los mandatarios latinoamericanos. Y todo a pesar de que el artículo 56 de la Constitución establece que «el Rey asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales». En esa República imaginaria que lidera, su controvertida esposa también gusta de actuar de «primera dama». Como en 2018, cuando viajó a Nueva York sin que la delegación oficial supiera que iba en el avión y, al estilo de la casa, Sánchez se negó a informar sobre los gastos de su pareja, que dijo que eran indivisibles de los suyos. Tenía razón, los pagábamos los mismos.
En la cumbre de la OTAN que se celebra estos días en España, a Sánchez y Begoña les es más complicado mandar al ostracismo a Don Felipe y Doña Letizia. La proyección institucional de nuestros Reyes es tan abrumadora y su imagen tan potente internacionalmente, que la pareja que juega a sustituirlos es una suerte de broma pesada. Quizá por ello y por la mitomanía que raya en el ridículo de las dos últimas esposas presidenciales socialistas, Begoña Gómez reclamó tener el lunes un encuentro con Jill Biden (que sí pidió ser recibida por la Reina), para rascar una foto: qué menos.
Después del ridículo morrocotudo de su marido persiguiendo por un pasillo de la OTAN en Bruselas al presidente estadounidense, Begoña no quería irse a la urbanización de Pozuelo donde vivía antes de estrenar colchón en la Moncloa sin su mundo de Matrix particular, en el que ella es la primera dama española, papel que pertenece a Doña Letizia. Ya hizo sus primeros pinitos el 12 de octubre de 2018 cuando en la recepción del Palacio Real se colocó junto a Sánchez a continuación de los Reyes para ser parte del besamanos. Desde la Moncloa la bochornosa escena se justificó como un error protocolario, pero curiosamente ningún presidente antes había cometido tamaño desliz.
Si Begoña Gómez quiere ser parte del Estado tendría que empezar por explicarnos quién la colocó en una cátedra de la Complutense, por qué entró y salió fulminantemente del Instituto de Empresa y por qué algunos medios franceses insisten en que su figura es clave –Pegasus mediante– para explicar el copernicano cambio de postura de su marido respecto a Marruecos y el Sáhara. Es preferible esa transparencia que tanto cacarea su esposo, que jugar a ser primera dama de la señorita Pepis.