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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Inglaterra echa a su mentiroso, aquí...

Al final, aunque le ha costado, la venerable democracia inglesa ha vuelto a hacer valer el principio de que un primer ministro no puede mentir

Actualizada 09:02

En la campaña de las elecciones británicas de diciembre de 2019 ocurrió algo descacharrante. En un debate televisado entre Boris Johnson y el pleistocénico líder laborista Jeremy Corbyn, el candidato conservador proclamó muy serio: «La verdad importa en política». El público, compuesto por personas de todas las ideologías, prorrumpió al segundo en una espontánea y estruendosa carcajada. Y es que Boris es sinónimo de mentira en el Reino Unido. Matthew Parris, en su día diputado conservador y hoy uno de los columnistas más afamados del país, lo califica de «deshonesto, traidor, mentiroso y vago». ¿Muy duro? Nadie en Inglaterra le llevaría la contraria. Es lo que hay con Boris.

Cuando era un joven corresponsal de The Times en Bruselas, el periódico lo despidió por inventarse citas. El Partido Conservador lo echó de su Ejecutiva en 2004 por mentir sobre un escándalo extra conyugal con una periodista, que acabo con un aborto. Ha tenido un par de vástagos en paralelo a sus matrimonios (va por el tercero). Ya en el poder, se ha mantenido fiel a su naturaleza. Ha mentido en el Parlamento sobre las fiestas en Downing Street durante los días de confinamiento obligatorio. Ha mentido también al asegurar que no les habían alertado de que el tipo al que había elegido para poner orden en la bancada tory de los Comunes era un dipsómano sobón de varones jóvenes.

Pero Johnson, un periodista de 58 años, es también un original, y a los británicos les chifla el puntillo excéntrico. Es también un nacionalista astuto, que se subió a lomos del populismo brexitero como un atajo para llegar al Número 10. Es un patricio muy culto y de gran memoria, capaz de recitar por lo largo a Milton y los clásicos griegos. Un vástago de la factoría británica de primeros ministros (primero, Eton y luego, Oxford). Un bufón que mata por hacer un buen chiste (aunque todos sean perfectamente premeditados). Un político capaz de aportar un poco de color en la moqueta gris de Westminster. Un chalado capaz de salirse del carril de la formalidad e incurrir en salidas de tono que solo a él se le toleraban (e incluso se aplaudían en los pubs): «Si votas tory acabarás teniendo una mujer con tetas más grandes y un BMW M3», fue una de las proclamas que soltó en una de sus exitosas campañas a la alcaldía de Londres.

Boris es un personaje mucho más complicado de lo que parece. Un gran solitario, traumatizado por el divorcio de sus padres en su adolescencia. Adora que lo quieran, no tiene amigos y en realidad se trata de un introvertido que odia las fiestas. «Tiene más vueltas que un remolino», advertía una de sus amantes. A su anárquico modo, está siempre trabajando, pero solo a favor de su propio ombligo: «Me levanto todos los días a las seis [siete españolas] y trabajo duro. La manera de encontrar tiempo es cortar el zapeo y no sentarse a surfear en internet mirando las diez cosas que no sabías del culo de Rihanna. Cortad todo eso. Es una total pérdida de tiempo». Un político al uso no habla así, desde luego. Ese desparpajo y su distintiva mata de pelo rubio, estudiadamente despeinado, lo convirtieron en la estrella del rock de la política británica, el único líder al que el público llamaba por su nombre de pila.

En cierto modo, Boris suponía una revisión pop del mito de Falstaff, el orondo y genial mentiroso de Shakespeare, la cima del humor de Will. El error de los británicos fue que en vez de conformarse con pasárselo bien riéndose con Falstaff, lo convirtieron en primer ministro. Le dieron una mayoría absoluta abrumadora bajo la promesa de ejecutar de una vez el Brexit (con el que el Reino Unido no ha ganado nada, sino más bien todo lo contrario, pues la unidad nacional peligra en Escocia e Irlanda del Norte y el comercio sufre). El experimento de situar a Boris en el Número 10 ha acabado como cuando en El Quijote convierten a Sancho Panza en gobernador de la Ínsula de Barataria. Una coña.

Como las personas no cambian, una vez en el poder Falstaff siguió en su línea: embustes, incapacidad para el trabajo metódico que requería el cargo y un grave déficit de atención al detalle. Boris cometió además un error impropio de él: dejó un cadáver medio vivo por el camino, Dominic Cummings, el malencarado pero muy inteligente gurú que había diseñado su triunfal campaña del Brexit. Lo acabó echando y Cummings se vengó filtrando las pruebas del Partygate, los famosos vinillos en el Número 10 en pleno confinamiento. Para defenderse, Boris se fue enredando en un denso ovillo de trolas. Pero se aferró al poder, intentó aplicar el «Manual de Resistencia», que diría nuestro Peter.

Al principio parecía que lo de aferrarse al cargo le podía salir bien. Superó una moción de confianza de su partido y parecía que la venerable democracia inglesa había arriado uno de sus principios intocables, aquel que reza que quien es pillado mintiendo al público y al Parlamento se va a su casa. Falsa alarma. Al final –y me alegro mucho– la democracia británica ha funcionado y han echado a su mentiroso.

Desde España se contempla todo esto con una cierta envidia, porque nuestro mentirómano ahí sigue, a pesar de que sus proezas convierten las andanzas de Boris en un juego de chiquillos. En el Reino Unido, Peter llevaría ya tres años en babuchas en su casa. Aquí, en cambio, continúa pavoneándose bajo el escudo de sus medios de comunicación y erosionando cada día un poco más nuestro sistema reglado de derechos y libertades.

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