No perdono
Un día fui a Ermua a llevar flores a Miguel Ángel y el sepulturero me dijo que sus padres se habían tenido que llevar los restos de su hijo a su tierra gallega, porque su tumba era profanada continuamente por los que hoy son socios de Sánchez
Que perdone el que quiera; yo no. Que olvide el que quiera; yo no. Va a hacer 25 años que mataron a Miguel Ángel Blanco. Éramos casi de la misma quinta. Su padre y el mío eran obreros, trabajaban ambos de sol a luna para reponer la supervivencia de la nevera y para hacernos hombres y mujeres de provecho: Blanco eligió la política y yo el periodismo. Yo vivo y él ha muerto. Lo asesinaron. No le conocí, no era de mi familia, ni mi amigo, pero viví su agonía aquel caluroso julio de 1997 como si fuera la de mi hermano.
Sé que hay gente, parásitos, dispuestos a vivir sobre la desmemoria, convencidos de que la derrota de los monstruos, el cierre de su particular tanatorio, los indulta de cualquier responsabilidad moral e incluso penal. Yo no. Sánchez, Patxi López, Zapatero, Marlaska y todos los corifeos que en las tertulias pretenden el olvido del terror de ETA como premio a los aliados parlamentarios del Gobierno y que aplauden el silencio de los cementerios como el buscado fruto de la paz, no resistirían ni un segundo la mirada de cualquier víctima, como la de la madre de Joseba Pagazaurtundúa, que ya le espetó al que fue lehendakari gracias al PP: «Patxi, dirás y harás muchas cosas que me helarán el corazón». Así ha sido.
El recuerdo de los muertos es sagrado. Lo es el de nuestros padres, abuelos y amigos, y ninguna de sus muertes pudo evitarse. Cuánto más lo es el de aquellos que fueron acribillados para aniquilarnos a todos, por supremacía étnica, y cuyo final pudo evitarse. Con una orden, con una llamada, con una consigna. Kantauri, Mikel Anza, Iñaqui de Rentería y Soledad Iparraguirre eran los jefes de ETA que tuvieron en sus manos impedir que un chico de 29 años fuera asesinado en un descampado de Lasarte. No lo hicieron y ahora la Justicia espero que se lo haga pagar. Y tanto que no lo hicieron: dilataron su calvario durante 48 horas de chantaje al Estado, tiempo en el que Miguel Ángel se quemó las mejillas de tantas lágrimas como resbalaron por su cara de terror.
Miguel Ángel, Gregorio Ordóñez, López de Lacalle y tantas y tantas víctimas de ETA que le son incómodas a Pedro Sánchez, como antes le molestaron a Zapatero. Su existencia le recuerda que no todo da igual en la vida: que los doctorados se trabajan y no se copian; que hay obligaciones morales como no mentir, no traicionar y no sumar tu fuerza a la de los malos; que tu conciencia no puede ser una nuez vana; que no debes ser Caín, aunque uses como defensa tu cara. Por eso, hay millones de españoles que no perdonan a ETA y que están abochornadas del último acuerdo con Otegi para que él, con los dedos todavía humeantes, escriba nuestra historia.
Este fin de semana nuestro Rey volverá a los verdes prados de Ermua, donde siendo Príncipe hace veinticinco años se dolió de aquella atrocidad. Muchas cosas han pasado desde entonces. Los padres de Miguel Ángel murieron hace poco, con escasos días de diferencia, y fueron enterrados junto a su hijo, en Galicia. Un día fui a Ermua a llevar flores a Miguel Ángel y el sepulturero me dijo que sus padres se habían tenido que llevar los restos de su hijo a su tierra gallega, porque su tumba era profanada continuamente por los que hoy son socios de Sánchez. Los verdugos mataban a la muerte. No hay mayor vesania. Esa es la oquedad moral en la que el sanchismo se solaza y alimenta. Por eso, yo no perdono.