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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Nick Cave llega a meta

Tras toda una vida de búsqueda, dudas y terribles pruebas, el poeta más profundo del pop actual se entrega a Dios con un hermoso disco que es una oración

Actualizada 10:10

Arthur tenía quince años. Vivía con sus padres y su hermano gemelo en Brighton, la ciudad playera y turística del Sur de Inglaterra. Era un chaval inteligente, guapo, chiflado del monopatín y un competente batería. El 14 de julio de 2015, recién acabado el curso, él y sus amigos decidieron probar el LSD. Brujulearon por Google para estudiar el asunto. La información era engañosa, con mínimas alusiones al reverso oscuro. Así que se tomaron el ácido con confianza y se fueron a dejar volar sus cabezas cerca de los acantilados blancos. Al principio todo iba bien. Pero pronto algunos de los chicos sintieron la paranoia del mal viaje de LSD y se volvieron a casa. Arthur continúo caminando, avanzando de manera errática. Eran las seis de la tarde cuando sorteó la valla que evita que los paseantes se acerquen al precipicio. Cayó desde 18 metros a una carretera, en un recodo del acantilado llamado la Grieta de Ovingdean. Un helicóptero-ambulancia se lo llevó todavía con vida al hospital. Las heridas eran tremendas y fue imposible reanimarlo.

Arthur era hijo del artista australiano Nick Cave, cantante, escritor, poeta, actor ocasional. Muerto Leonard Cohen, uno de sus héroes y otro gran explorador de la fe y el amor, Cave es -Dylan mediante- el letrista superior del pop actual. La muerte de Arthur le partió el alma. No hay dolor equiparable a perder un hijo, algo que insulta la propia lógica temporal de la naturaleza.

Nick Cave fue hijo de un profesor de Literatura y de una bibliotecaria. Desde muy pronto lo sumergieron en los clásicos y en la Biblia, el auténtico combustible de toda su obra. Fue criado como católico en la pequeña ciudad australiana donde vivía y se convirtió en niño del coro. Pero pronto se transformaría en un joven airado y conflictivo. A los 19 años lo detuvieron por un robo. A la misma hora en que su madre hacía el papeleo para sacarlo de la comisaría, un coche arrollaba y mataba a su padre. Esa pérdida lo sumió en el desconcierto, la rabia y la heroína. Emprendió además su batalla particular contra aquel que consideraba el «Dios vengativo del Viejo Testamento». Pronto arrancó su carrera musical, con discos y conciertos abrasivos de un post-punk de imaginería gótica. Su biografía traumática, su voz de barítono y sus versos oscuros lo convirtieron en «El Príncipe de las Tinieblas» del rock.

Como le ocurre a todo el mundo, si la parca no te lleva antes de tiempo los años acaban atemperándote. Cave fue retirando la estridencia de sus canciones, depurándolas, hasta llegar a su alquimia actual: una música envolvente y de palabras sencillas, que él transforma en sobresalientes. Una fórmula que cuando acierta de pleno te hace sentir algo extraordinario. Con su pelazo ridículo teñido de farandol, su careto raro, su porte de espantapájaros y sus trajes negros con chaleco de predicador del Far West, a sus 64 años es seguido por legiones de personas. Muchos de ellos son jóvenes, que buscan un algo más, sin saber bien dónde ni qué.

El motor de su obra es una lucha tan vieja como el hombre: la duda. La liza entre la necesidad de Dios y la resistencia de la razón, siempre orgullosa, a acabar de aceptarlo. Durante décadas, Cave renegó de lo que él llamaba «un Dios personal». Sus canciones hacían equilibrios en la cuerda floja del dilema. Por momentos parecía creer. Pero al instante se negaba a sí mismo el consuelo y la grandeza de abrazar a Dios. Tras la muerte de su hijo intentó aliviar su pena con discos de talante espiritual. Sin embargo seguía latiendo el recelo, la incertidumbre, la negación.

Ahora su agonía interior parece haberse zanjado. En mayo murió en Australia su hijo Jethro, de 31 años, que padecía graves problemas mentales. Tras este nuevo mazazo, su padre sorprende publicando un disco llamado «Siete salmos», que grabó en los días del confinamiento. La portada lo dice todo: una cruz dorada sobre un fondo negro. El disco es lo que parece: un breve libro de oraciones. No canta. Simplemente reza. Declama sus concisas plegarias sobre la sosegada y hermosísima música «ambient» de su colaborador habitual, el magnífico Warren Ellis. Los títulos de los salmos no dejan resquicios de duda: «Ten compasión de mi», «Esplendor, glorioso esplendor», «Vengo solo y a ti»… Cave abandona los titubeos, se libera de toda soberbia y se entrega abiertamente a Dios: «¿Cuánto tiempo he esperado tu palabra, siempre anhelándola? Los días rompen como olas en la orilla. ¿Cuánto tiempo esperando tu roce, siempre ardiendo? Señor, no puedo esperar un solo momento más».

Es evidente que abordar estas cuestiones -las verdades últimas, lo trascendente, lo único realmente importante- supone una excentricidad en el mundo de la música comercial (por ejemplo, la gran figura del pop español actual, Rosalía, más vacía que globo de gas, filosofa sobre el «pollo teriyaki» en sus letras de relleno tontolaba). La crítica anglosajona no sabe qué hacer con los salmos de Nick Cave. Analizan el sonido del disco, pero sortean lo evidente, su culto a Dios, algo que empieza a resultar políticamente incorrecto. Ajeno a esas miserias, el poeta ha llegado por fin a meta, a las puertas de “la Mansión del Cielo». Si tienen la ocasión, escuchen estos siete salmos en una habitación en la penumbra. La estancia se iluminará con las palabras de un hombre torturado que ha encontrado a Dios.

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