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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

«... pues eso...»

La división y autonomía de poderes forzaba al parlamento a elaborar las leyes a las cuales un gobierno –todo gobierno– estaba sometido

Actualizada 10:42

1 de julio de 1985. A los más jóvenes, seguro, nada de extraordinario les suena en esa fecha. Y, sin embargo, en ese día fue enterrada la democracia española. Al menos, si nos tomamos el concepto de democracia en serio. Porque, a fuerza de repetirlo y manosearlo, un término es ajado hasta no significar ya nada. «Democracia», en distintos tonos enfatizada, ha sido lugar común de todas las retóricas políticas modernas: adornada con adjetivos a la medida (social, nacional, popular, sindicalista, orgánica…) o, más elegantemente, depurada de ellos. Pero un concepto que sirve para todo, no sirve para nada. La «democracia» moderna, si queremos no degradar sus ventajas –inmensas para quienes sufrieron otras cosas–, exige de nosotros que abordemos definirla como una determinada organización del Estado; y que exijamos detectar y corregir las corrupciones a las que fue sometida.

1 de julio, pues. Ley orgánica 6/1985. Acerca del Poder judicial. La anécdota la pone el tan dicharachero –y tan parcamente ilustrado– Alfonso Guerra: «hay que enterrar a Montesquieu»; proyecto académico mayor, sin duda. Tras el cual no había más que un mustio enfado partidista. El Constitucional había disentido del criterio socialista sobre el aborto. Y el vicepresidente salía al quite del arrogante gobierno de Felipe González: «Si el fallo del Tribunal Constitucional sobre el aborto nos es desfavorable, habrá que poner en marcha la máquina de hacer indultos. Las leyes no pueden permanecer paradas por doce personas que además no han sido elegidas por las urnas». Que la ley hubiera sido definida por Montesquieu –y por todo el garantismo posterior– como única protección del ciudadano frente a un ejecutivo cuyo inmenso poderío podría laminarlo sin apenas mover un meñique, no afectaba a tal providencialismo: todo cuanto se le antoje el jefe, no sólo es ley, es imperativo categórico para la moral ciudadana. Hay quien podría llamar a eso un deseo totalitario. Pero evitemos la retórica. Peligroso, sí que era. En la tradición alemana de 1934, eso se formulaba en un axioma brillante: «El Führer es fuente de derecho».

¿Cuál era la función pragmática de ese académico «entierro de Montesquieu»? Una primordial: desactivar el poder judicial; esto es, abolir el control de la ley sobre los gobernantes. Para lograrlo, el gobierno de los jueces, en vez de ser designado por los propios magistrados, como la Constitución preveía, pasaba a manos de los partidos con representación en el parlamento. De modo equitativo: esto es, por cuota. Lógica de apisonadora: el parlamento funcionaba ya –para eso estaban las listas cerradas– como apéndice del ejecutivo. A partir de la ley 6/1985, el Consejo General del Poder Judicial se trocaba en fotocopia del Parlamento; y, a través de ese «órgano de gobierno de los jueces», las instancias jurisdiccionales clave se cubrían a la medida. El poder ejecutivo pasaba, así, a poder único. Pasaron 37 años. Todo sigue igual. Gobierne quien gobierne.

En 1748, Montesquieu había formulado su principio de cautela. Muy sencillo. Y muy operativo. «Es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder». La división y autonomía de poderes forzaba al parlamento a elaborar las leyes a las cuales un gobierno –todo gobierno– estaba sometido. Y a configurar un cuerpo autónomo de funcionarios, los magistrados, que aplicasen esa ley a todos los ciudadanos: incluidos los miembros del parlamento o del gobierno. En rigor, a eso se llama democracia. Todos los demás aspectos de un régimen democrático pueden, en ciertos límites, ser aleatorios. La división y autonomía de poderes es intocable. O, más bien, debiera serlo. Hace ya treinta y cinco años que no lo es plenamente entre nosotros. Hasta ser hoy tarea de capataces a la medida del Doctor Sánchez: «¿Quién manda en la fiscalía…? Pues eso».

Puede que la más alta de las decepciones de un ciudadano medianamente ilustrado haya sido, en España, la de ver cómo todos los partidos prometían retornar al modelo de poderes anterior a julio del 85, mientras estaban en la oposición. Y cómo todos, sin excepción, eludían hacerlo cuando llegaban al gobierno. La impunidad legal es muy tentadora. Si algún gobernante asume volver a ser normalmente punible por los tribunales de justicia, puede que, al fin, podamos empezar a soñar aquí en una verdadera democracia.

La división, autonomía y contraposición de poderes determina la existencia de una sociedad democrática. No por benevolencia o consenso de nadie. El fundamento de la democracia no está en la cesión y la confianza; al contrario, lo está en la desconfianza primordial que exige un principio de higiene moral y política: todo poder que no sea automáticamente contrapesado tenderá a erigirse en absoluto. La única garantía de que un ciudadano no sea laminado por quien lo gobierna, está en que iguales poderes del Estado ejerzan entre sí mutua sospecha y vigilancia. En 1789, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano consagrará ese juego de tensiones como el nacer del constitucionalismo: «Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada y la división de poderes no esté determinada, no posee constitución».

Regenerar la democracia española exige hoy este primer esfuerzo. Sin él toda libertad seguirá siendo ilusoria.

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