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EL QUE CUENTA LAS SÍLABASGabriel Albiac

La eternidad y el silencio

«El eterno silencio de estos espacios infinitos me aterra»

Actualizada 08:48

Sólo ese silencio de las galaxias debería importarnos. Y su paradójica maravilla. Hoy, 12 de julio de 2020, cuando el telescopio «James Webb», desde su órbita a un millón y medio de kilómetros de la Tierra, nos hizo llegar imágenes de recónditas galaxias que existieron en un universo de hace trece mil millones de años. Es difícil pensar eso. Imaginarlo, imposible. Pero es lo único que de verdad importa; lo único que debería importar al animal pensante que somos, que debiéramos ser: el prodigio de que, nosotros, ínfimos animales hablantes, hayamos podido dar luz a un proyecto tan en el límite de lo milagroso. Y que el silencio infinito nos haya podido ser interpretado. Y que esa interpretación nos sobreviva. A nosotros, tan precarios.

Sólo eso debiera hoy existir. Y, sin embargo, en la Carrera de San Jerónimo y mientras las imágenes del «James Webb» se abren camino por el millón y medio de kilómetros de lejanía y los trece mil millones de años de intemporalidad, nosotros, frágiles juncos pensantes, habremos de resignarnos a escuchar el vocerío inane de los que esgrimen, desde el Congreso de los Diputados, las más hueras retóricas salvacionistas con el solo objeto de salvar su sueldo y sus privilegios. Charlatanería, para encubrir lo real: un país destruido, una economía en escombros, una dignidad ciudadana pisoteada: de eso debiera rendir cuentas el más cínico presidente de la España democrática. Pero de nada de eso dará justificación. Nada de eso lo moverá a emprender el litúrgico seppuku que hubiera tentado a gobernantes de tiempos menos sórdidos. Sólo mentiras, sólo mentiras, sólo… mentiras.

Atendamos a la infinita belleza del «James Webb». Y a los perdidos universos que él nos muestra millones de años después de haber desaparecido: como habrá de desaparecer el nuestro. Sobrevivirá la inteligencia. Dejemos que ponga el bello consuelo de sus imágenes silenciosas. Hagamos un paréntesis en el ruido horrible que nos llega desde la Carrera de San Jerónimo. Y, en ese silencio y en esa belleza, evoquemos la precisión poética del axioma que Alanus de Insulis dice, allá por el año 1179, haber leído en el legendario Hermes Trismegisto, y al cual Pascal facetará, en el siglo XVII, su geométrica talla de diamante: «Todo este mundo visible no es más que un trazo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza. Ninguna idea se aproxima a ello, ya podemos inflar nuestras concepciones más allá de los espacios imaginables, no alumbramos más que átomos al precio de la realidad de las cosas. Es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes, cuya circunferencia en ninguna».

En uno de esos innumerables centros, una mínima máquina humana ha empezado a transmitirnos hoy imágenes del infinito: del infinito espacio y del aún más infinito tiempo. Nada es comparable a esa maravilla. Mientras los charlatanes, en la Carrera de San Jerónimo se burlan de nosotros. Olvidémoslos. Por una vez, dejémonos absorber por lo bello. Pero en el manuscrito del matemático francés hay una palabra tachada. Justo después de esfera: «aterradora». Lo bello y lo terrible se espejean. Desde los 13.000 millones de años cuya imagen una máquina prodigiosa ha recuperado para nosotros.

«El eterno silencio de esos espacios infinitos me aterra».

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