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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Prisión sin fin

Hay crímenes para los cuales la perpetuidad debe ser de verdad perpetua

Actualizada 08:42

Salah Abdeslam no saldrá ya nunca de presidio. Tras once prolijos meses de vista oral, el tribunal de París ha dictado sentencia: culpable de 130 asesinatos. Y ha aplicado la pena más severa que prevé el código francés: perpétuité incompressible, perpetuidad real, sin redenciones. Abdeslam fue el único superviviente del grupo yihadista que masacró París el 15 de noviembre de 2015. Sus correligionarios prefirieron inmolarse. Él huyó. Se escondió en la fortaleza del islamismo belga: Molenbeek. Durante meses. Y allí acabó por ser detenido. Seguirá vivo ahora. Puede que acabe por envidiar el destino de sus colegas.

La «perpetuidad incompresible» es, en el código penal francés, exactamente eso: perpetuidad que nada puede «comprimir», reducir, atenuar. Es una pena extraordinariamente dura. Que sólo para crímenes monstruosos viene aplicándose desde que fuera adoptada, en 1994, por acuerdo entre un presidente socialista y un primer ministro conservador. No es comparable a ningún dispositivo penal que conozcamos en España. Ni siquiera a la denostada «prisión permanente revisable». La perpetuidad que sentencia es «real», porque no puede ser reducida ni redimida.

Vale la pena recordar alguno de sus pasajes: «Cuando la víctima sea un menor de quince años a cuyo asesinato hayan precedido violación, torturas o actos de barbarie, o cuando el asesinato haya sido cometido contra un magistrado, un funcionario de la Policía Nacional, un militar de la Gendarmería, un miembro del personal de la administración penitenciaria o cualquier persona depositaria de la autoridad pública, por motivo de su ejercicio o en razón de sus funciones, el tribunal podrá extender el período de seguridad hasta los treinta años o bien, si pronuncia la reclusión criminal a perpetuidad, decidir que ninguna de las medidas del artículo 132-23 pueda ser concedida al condenado». Ninguna reinserción, ningún beneficio carcelario.

¿Es excesivo aplicar eso al último de los asesinos del Bataclan? No me lo parece. Pero es que yo estuve allí: no pretendo ser objetivo. El recuerdo de la muchedumbre de chavales que se fue concentrando ante el maltrecho teatro para despedir a los suyos no me lo permitiría. Hay crímenes para los cuales la perpetuidad debe ser de verdad perpetua.

El Bataclan era una sala de rock and roll que a mí me recordaba algunas del Madrid de los ochenta. La rodeaban pequeños bares y restaurantes, lugar habitual de los noctámbulos del barrio. El 13 de noviembre actuaban allí los Eagles of Death Metal. La sala estaba atiborrada de chavales: críos, algunos. Tres miembros del Estado Islámico los ametrallaron a bulto. Después, fueron rematando en el suelo a tantos cuantos sus cargadores les permitieron. Mientras tanto, fuera, sus cómplices procedían a ejecutar, con profesional eficiencia, a clientes de bares y restaurantes. Un tercer grupo tenía que haber volado simultáneamente al presidente de la República, junto al mayor número posible de los que asistían al partido de fútbol Francia-Alemania: el atentado falló.

Tres días después, los yihadistas, atrincherados en Saint-Denis, se enfrentaron a la Gendarmería. Y fueron abatidos. Abdeslam prefirió vivir. A cualquier precio. Y vivirá. En presidio.

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