Da lecciones el de «no es no»
Sánchez no tiene un gramo de la grandeza de miras que su cargo exige. No hay un solo país en Europa que haya impuesto sus medidas leoninas de ahorro energético, sin consultar con los sectores afectados
«Míster Niet», así le llamaban a un embajador ruso ante la ONU que durante sus diez años de carrera contestaba con un «no» a todas las propuestas occidentales, mandatado por el correoso régimen de Moscú. La versión cañí y totalitaria de la negativa a conciliar con otros que no piensan como tú debutó en España hace un par de legislaturas. Corría 2015. El presidente del Gobierno de entonces llamó al jefe de la oposición para llegar a un acuerdo de gobernabilidad, toda vez que la fragmentación política había hecho imposible su investidura, con apoyos propios, tras las elecciones del 20 de diciembre. Ese jefe de la oposición acudió a la cita institucional, pero hizo que la charla política no durara más de cinco minutos, pues ese «adalid del diálogo» se negó en rotundo a pactar nada. Para rellenar el tiempo estipulado, y que no cantara demasiado ante la prensa la fugacidad de la reunión, el líder de la oposición se dedicó a preguntarle al presidente por su familia y por otros temas domésticos como las vacaciones o la suegra, lo que permitió estirar la cumbre hasta los 30 minutos, de los cuales 25 se rellenaron con comentarios de ascensor.
Después, el anfitrión y presidente llamó en varias ocasiones a su visitante para reintentar el diálogo. Su rival político no solo no atendió sus llamadas sino que verbalizó ante la nación una frase que al correr de pocos años se convirtió en la quintaesencia de su talante político: no es no. No descubro la pólvora si digo que ese político que se cerraba en banda a hablar con el candidato que más votos tenía, Mariano Rajoy, para, en nombre de la estabilidad y las razones de Estado, facilitar su investidura se llamaba Pedro Sánchez Pérez-Castejón. El plusmarquista del sentido de Estado se jactó durante meses, haciendo inviable la legislatura, de que no le daba la gana entenderse con el otro gran partido de Gobierno y castigó a los españoles, que tuvieron que volver a las urnas.
Podrá (de hecho lo hace) reivindicarse como el presidente de la mano tendida, podrá dejarse crecer las uñas para rascar en el PP por ver si enfrenta a Feijóo y Ayuso, podrá afear a Génova que no le apoye sus trágalas (para tragar la chapuza del decreto energético haría falta la boca del pato Donald), podrá, en fin, recién salido de la piscina de La Mareta, leerle la cartilla a todos los que no son sensibles a su bonhomía y generosidad política, pero sería conveniente que alguien le dijera que nos ahorre las turras que nos da porque, como dice un amigo mío, «no es tanto lo que me dices, sino la cara de tonto que tengo que poner cuando te escucho».
Sánchez no tiene un gramo de la grandeza de miras que su cargo exige. No hay un solo país en Europa (todo lo más, los gobiernos europeos han planteado recomendaciones) que haya impuesto sus medidas leoninas de ahorro energético, sin consultar con los sectores afectados. Ni un ápice de altura de Estado acompaña su comportamiento. La escasa capacidad de entendimiento la ha despilfarrado con el demonio y sus acólitos: Bildu, ERC y Podemos. Ni para acometer un mandato de Europa en solidaridad con países que tiritarán de frío este invierno ha gastado un mínimo de fair play con la oposición. Sus reformas de la justicia, sus nombramientos de amiguetes y corifeos en todas las instituciones del Estado, su campaña de ninguneo a la Monarquía, sus giros en política exterior sin contar con la sabia doctrina diplomática de un gran Estado como es España, su compadreo con los golpistas y su desfachatez de nuevo rico en el uso de los recursos del Estado son ya su único pasaporte electoral, que ya ha caducado y él lo sabe.