Vivir como Borja Escalona
Hay gente convencida de que en esta vida es mejor pedir perdón que permiso. Y de que la legitimidad y la valía te la dan el número de seguidores
En estos días de ferragosto informativo, en los que mantener activo un periódico y el interés de los lectores supone todo un desafío, Twitter es el lugar donde caen las miradas perdidas. Hay algo en esa red social similar a los futbolines de los bares de antes. Cuando no hay mucho que hacer ni que decir, el cerebro encuentra allí el lugar donde quedarse en blanco.
En estos días festivos, la multitud y el algoritmo han puesto a un tal Borja Escalona entre lo más comentado de la red social. Se trata de un youtuber de conducta caradura, al que por lo visto le gusta comer de gorra alegando que, como tiene una legión de seguidores, le está haciendo un favor al establecimiento en cuestión solo con decir su nombre en voz alta. Como suena. Y no es el primero que intenta hacer carrera en YouTube molestando a la gente.
Esto viene a cuento de la mala educación. ¿Hay más jetas hoy que antes o es que simplemente ahora lo graban y lo comparten? Existe la creencia –no me atrevo a decir si cada vez más extendida– de que en la vida es mucho mejor pedir perdón que permiso. De que la legitimidad y la importancia se mide en número de seguidores. De que vales tanto como el número de ‘Me gusta’ que acumulas. Es verdad que no hay nada más democrático que la repercusión. Que en un mundo como el nuestro, con una oferta de entretenimiento tan amplia, haya miles de personas que te elijan a ti por delante de otros es todo un mérito. Así lo debería defender cualquier liberal. Pero convertir el número de reproducciones en patente de corso para promover la estupidez y hasta la delincuencia resulta inaceptable.
Una encuesta de Adecco publicada en agosto de 2020 aseguraba que el 6,3 % de los niños españoles de entre 4 y 16 años quería ser youtuber. Era la quinta profesión preferida por detrás de futbolista (24,5 %), médico (22,1 %), policía (13,5 %) y profesor (9,1 %), lo que denota el interés creciente en la materia y el propio signo de los tiempos. Algunos ganan verdaderas fortunas e incluso inspiran bonhomía. Trabajan sentados, a temperatura estable y mucha gente los adora. Hay que reconocer que el reclamo es potente.
¿Qué hacemos entonces? ¿Ponemos a ese 6,3 % de los niños a vendimiar hasta que se les pase la fiebre? Naturalmente que no. Se supone que el caso de Escalona es minoritario y que la condena que está recibiendo es generalizada. Bastaría con inculcar al niño que quiere ser youtuber lo mismo que al que quiere vivir poniendo ladrillos o cortando el pelo: que su libertad y su negocio terminan donde comienza el de los demás.