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Pecados capitalesMayte Alcaraz

De trolas y pinchazos

Los pinchazos no tienen un pase. Pero el nuevo dogma progre está enturbiando la relación de las mujeres con los hombres, colonizando las mentes inmaduras de muchas jóvenes

Actualizada 01:30

Los pinchazos en las discotecas se han convertido en una serpiente de verano multibífida, con consecuencias venenosas. Una de ellas atañe al ejercicio del periodismo que, en muchas ocasiones, ha abdicado de su primer deber de convertir en noticia lo que tiene sustancia de serlo y no magnificar un suceso otorgándole una categoría que lo reviste de un inexistente carácter de escándalo. Es lo que ha pasado con la ola de pinchazos a las jóvenes que inopinadamente se ha abierto paso en las teles estas vacaciones, a pesar de que de las 63 denuncias hechas en ninguna de ellas se ha hallado pruebas de sumisión química, como ya ocurriera hace meses en Francia y Reino Unido. Horas y horas de programación, fluviales vertidos de saliva de pretendidos expertos, todo puesto al servicio del relato oficial podemita: en España las mujeres no están seguras porque todos los hombres (a excepción, claro, de los homosexuales, trans y el género binario, que todavía no sé qué es) son unos acosadores en el mejor de los casos; o unos violadores en el peor y más tipificado penalmente de ellos.

Ese discurso único y falaz, pagado con los 500 millones de euros anuales que Pedro Sánchez le ha dado a Irene Montero –poniendo en manos de una mujer que le debe el cargo a su marido la igualdad de las españolas–, se ha abierto paso como la verdad revelada. De nada ha servido que la policía española haya intentado por tierra, mar y aire explicar a la ciudadanía que la etiología de esos casos no era la de la sumisión química, puesto que ni en uno solo de los análisis toxicológicos ha arrojado datos para sostener que se trata de un acto tendente a anular la voluntad femenina ni se han referido abusos sexuales por parte de las víctimas. El solo hecho del pinchazo es en sí una agresión que debe tener consecuencias penales o administrativas para los tarados que los practican, probablemente animados por el efecto contagio, y en ese contexto debe perseguirse. Pero aquí no había un Me Too, aunque le pese a Montero.

Tanto es así que por primera vez la Policía ha informado del caso de una menor para demostrar ante la opinión pública que nada hay de lo que la ministra de Podemos y las suyas se han empeñado en difundir, con gran éxito de crítica y público, a juzgar por los monográficos dedicados a la cuestión en las teles afines al Gobierno, que así cambiaban el gato de la inflación y los desastres de Sánchez por la liebre de unos pinchazos machistas, exponentes de la sociedad del patriarcado de la que la izquierda nos quiere liberar. Así, hace unas semanas, los cuerpos de seguridad revelaban que una adolescente, convencida de que el incremento de denuncias por los pinchazos le serviría para cobrar la póliza del seguro de su teléfono de alta gama, denunció que había sufrido uno de esos ataques en el muslo, cuando se encontraba en una discoteca en Palma. Luego resultó ser toda una trola, fabricada al calor de una teledirigida alarma social y las ganas de la muchacha de recuperar su celular extraviado. La chica fue desenmascarada, pero hay decenas de casos como el suyo que no se han conocido.

Los pinchazos no tienen un pase. Pero el nuevo dogma progre está enturbiando la relación de las mujeres con los hombres, colonizando las mentes inmaduras de muchas jóvenes que, en breve, no van a saber discernir lo que es una interacción sana con un chico de lo que entra en el ámbito de lo punible y denunciable. Quien osa cuestionar estos mantras instalados en la sociedad es tachado de fascista, como si no fuera fascista criminalizar a la mitad de la sociedad, estigmatizándola como si la compusiesen millones de enfermos del sexo, dispuestos a violentar a cuantas mujeres se cruzan a su paso.

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