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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Anglomanía

En Inglaterra contemplamos un magnífico ejemplo de lo que podríamos llamar «la tradición de la libertad»

Actualizada 01:30

Es vieja la fascinación que ejerce Inglaterra sobre el resto de Europa. A este sentimiento dedicó Ian Buruma un inteligente y ameno ensayo titulado Voltaire´s Coconuts or Anglomania in Europe, publicado en 1999 y traducido al español en 2001, bajo el título Anglomanía. Una fascinación europea. Voltaire fue uno de los primeros pensadores que levantó acta de este fervor anglófilo. Vio a Inglaterra como una tierra de libertad, razón, tolerancia y modernidad, y se lamentaba de que el resto del mundo no fuera igual. A la objeción de que la vida y la forma de organización de un país no pueden ser trasplantados a otro, el filósofo francés respondió que de la misma manera que los cocoteros habían tardado muchos años en dar frutos en Inglaterra, también cabía la posibilidad de que con el tiempo el árbol de la libertad y la razón pudiera crecer en todas partes. Pero, ¿es verdaderamente esa causa que propone Voltaire la que explica tan intensa y prolongada fascinación?

Creo que en lo que en verdad destaca Inglaterra sobre sus vecinos europeos no es tanto el carácter y la sabiduría de sus habitantes, ni su cultura, como la organización de la sociedad, no sólo la política. Si hubiera que resumirlo con una palabra sería «continuidad». Los ingleses han convertido la continuidad en una especie de derecho fundamental. Cuando se repasa la historia europea del siglo XIX, se comprueba que la excepción no es España con sus pronunciamientos y sobresaltos, compartidos con otras grandes naciones, sino Inglaterra con su insólita estabilidad. Naturalmente que conoció la revolución (la primera europea) y el magnicidio, pero ahí terminó todo. La lección quedó aprendida y es, dentro de lo que es posible asegurar acerca del futuro, casi seguro que jamás vivirá otra. En cierto modo, cabría decir que sus dos grandes partidos son conservadores. Sobre todo, si se entiende la actitud conservadora a la manera del pensador inglés Michael Oakeshott. El conservador recela del cambio e invierte la carga de la prueba. Quien propone un cambio debe mostrar que va a constituir una mejora. Piensa que siempre hay mucho que conservar y que agradecer. Es verdad que no hace falta ser marxista para pensar que quien más posee, tiene más que conservar. Pero son muchos los bienes que a todos benefician y que debemos proteger y acrecentar. Entre ellos, el paisaje en donde hemos crecido, la arquitectura de nuestros edificios, las costumbres, el idioma, las tradiciones, las instituciones, el arte de aprender y conversar, el cultivo de la amistad, el amor a la patria, las creencias religiosas. Todo esto es para el conservador valioso. Y lo es, creo, para la inmensa mayoría de los ingleses.

Es natural pensar que, como sucede con las personas, también para las sociedades la hemiplejia y las convulsiones son graves trastornos. Incluso entre intensos conflictos sociales, no han sentido los ingleses la tentación de la revolución, sino que siempre, incluso los socialistas, han ejercido ese derecho fundamental a la continuidad, que se simboliza, más que en ninguna otra cosa, en la continuidad de la Corona.

Al redactar estas líneas, me asalta la duda de si no estaré incurriendo en un extendido error que ilustra una añeja anécdota. Cuentan que al regresar un célebre escritor inglés (quizá Bernard Shaw, pero se le atribuyen tantas que no es insensato dudar) de un largo viaje a través del «continente», un periodista le preguntó por su opinión acerca de los franceses, a lo que el ingenioso literato respondió: «No lo sé. No he conocido a todos».

En cualquier caso, en Inglaterra contemplamos un magnífico ejemplo de lo que podríamos llamar «la tradición de la libertad». Eso no significa que no haya allí grandes errores y extravagancias, pero también cabe recordar que, en ocasiones, lo más razonable es lo irracional. Es como si la nación hubiera permanecido indemne a los más graves errores de la modernidad.

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