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El observadorFlorentino Portero

Corona y diplomacia

El fallecimiento de la Reina Isabel nos ha devuelto otra imagen del Reino Unido, una bien anclada en la historia, en la tradición, en los valores característicos de una sociedad, en la inteligencia y en la decencia

Actualizada 01:30

El maestro Ussía comentaba desde estas mismas páginas su sorpresa al descubrir la pasión española por la Monarquía británica, que no por la Monarquía como institución ni mucho menos por la española. A la espera de que algún psicólogo social nos dé algún argumento con base científica para entender tan singular fenómeno, me limitaré a hacer algunos comentarios sobre el papel de una institución tan vetusta como la Monarquía en las turbulentas sociedades occidentales del siglo XXI.

Llevamos una semana oyendo y leyendo opiniones sobre Isabel II en términos muy elogiosos. No me sorprenden por su contenido, los que me conocen saben de mi muy antigua admiración por la Reina Isabel, sino por la diversidad de enfoques. Gentes que en ningún momento han sentido interés, respeto o admiración por la institución aparecen como entusiastas defensoras de una figura que hacía alarde de anacronismo por su total lealtad a una forma histórica, la que le enseñaron de niña, de entender el papel de la Corona.

Llevamos meses escandalizados por la perfecta combinación de estulticia e incompetencia de la clase dirigente británica, en particular de los miembros de las bancadas tories, por todo lo relativo a la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Cuando yo era joven el Reino Unido en Europa y Cataluña en España eran los epítomes del sentido común, common sense y seny respectivamente. Eran sociedades que tenían la prudencia de pasar la ideología por el tamiz de la tradición, evitando así muchas calamidades. De eso ya no queda nada. La imagen de ambas entidades está gravemente dañada gracias a sus dirigentes. En este contexto el fallecimiento de la Reina Isabel nos ha devuelto otra imagen del Reino Unido, una bien anclada en la historia, en la tradición, en los valores característicos de una sociedad, en la inteligencia y en la decencia.

Por mucho que insista nuestro presidente del Gobierno en su empeño por arrinconar a la Monarquía y violentar la Constitución, el Monarca no es sólo el jefe del Estado. La Monarquía es la forma del Estado, el Monarca no es una figura de quita y pon, como en las repúblicas es su presidente. ¿Cuántos nombres de presidentes alemanes o italianos recuerda, sin confundirlos con sus jefes de Gobierno? El Monarca lo es por línea dinástica representando en su persona la continuidad de una sociedad a lo largo de los siglos. La Monarquía tiene un componente intangible que conecta de manera natural con la nación, otro ente cargado de subjetividad, pero crítico para entender nuestra identidad. No somos androides, sino personas. De ahí que necesitemos desarrollar en nuestro quehacer colectivo una dimensión sentimental que nos ayude a dar forma a nuestro sentido de pertenencia.

Podemos admirar a Isabel II, la Reina, sin por ello dejar de sentir un sensato desprecio por la clase política británica, porque ella se sitúa en una dimensión distinta. Reina, pero no gobierna. Y porque reina representa a la nación en su continuidad, en sus valores, en su historia. Precisamente por ello, la Corona es el mejor instrumento de la diplomacia pública, la que conecta un Estado con otras sociedades.

En estos días la recordaremos con cariño y admiración. Subrayaremos, como están haciendo los comentaristas anglosajones, su «decencia», su sentido común, su inteligencia. Disfrutaremos de la solemnidad y belleza de los actos establecidos por el protocolo regio para despedir a un Monarca y volveremos a recordar que un Rey es mucho más que un jefe del Estado. Es, sobre todo, la representación de la nación en su dimensión histórica.

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