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El observadorFlorentino Portero

Taiwán

No se trata de levantar la voz, ni mucho menos de amenazar, sino de actuar con inteligencia y prudencia, como hicimos durante décadas

Actualizada 01:51

Para un demócrata europeo la causa taiwanesa despierta de inmediato simpatía. Sus más de veinte millones de habitantes son el resto de una triste derrota, la de los nacionalistas reformadores frente a los comunistas. Aquella guerra civil, complicada con la II Guerra Mundial y con el imperialismo nipón, era la consecuencia del hundimiento del Imperio chino, tras casi 4.000 años de existencia. Su desprecio por los avances industriales en Occidente le llevó a quedar fuera de la I y II revoluciones industriales, con sus lógicas consecuencias en términos de poder, desarrollo económico y social. Los nacionalistas, bajo el liderazgo de Sun Yat-sen primero y posteriormente del general Chiang Kai-shek, trataron de reformar el sistema y modernizar el país. Sin embargo, la combinación de la guerra contra Japón y el levantamiento comunista dirigido por Mao Tse-Tung se resolvería con el hundimiento del Japón imperial frente a los Estados Unidos y de los nacionalistas frente a los comunistas en China.

Los nacionalistas acabaron refugiándose en la isla de Formosa, reivindicando ser la auténtica China. Desde allí, y con el significativo apoyo de Estados Unidos, han sido capaces de crear un modelo alternativo al de la República Popular, una democracia comprometida con el desarrollo económico y social, garante de las libertades y afín al denominado «orden liberal». Taiwán, como tantos otros estados del espacio Indo-Pacífico, es la prueba de que la democracia liberal no es un producto occidental condenado a no enraizar más allá de nuestras fronteras. Bien al contrario, la democracia crece en la región allí donde las circunstancias políticas lo permiten. Si la democracia se ha consolidado en Taiwán, de la misma manera podría haberlo hecho en la China continental, si los comunistas no hubieran empleado cuantiosas energías en impedirlo.

Taiwán no fue un caso aislado. Su similitud con lo ocurrido en Alemania o en Corea como consecuencia de la II Guerra Mundial y de la Guerra Fría es evidente. Sin embargo, cada uno de estos casos ha tenido un desarrollo diferente en función de sus características propias.

Los nacionalistas perdieron la guerra y Occidente necesitaba llegar a un entendimiento con la República Popular. En el mítico viaje de Nixon a China se firmó el conocido como Memorándum, o comunicado conjunto, de Shanghái, una pieza diplomática tan compleja como trascendente en la que se ponían las bases para el futuro entendimiento. Estados Unidos reconocía que sólo había una China. Algo semejante a lo establecido en la Ley Fundamental de Bonn en referencia a la unidad alemana. La representación de China correspondía a la República Popular, por lo que retiraríamos nuestras delegaciones diplomáticas de Taiwán para establecerlas en la República Popular, que además asumiría su condición de miembro de Naciones Unidas. Pero Taiwán seguía siendo China, tanto como la versión continental.

La política de «una sola China» es el fundamento de nuestra relación con la República Popular. Cuestionarla supone volar uno de los pilares de nuestra convivencia. Podemos comerciar con Taiwán, como lo hace la República Popular, su principal cliente. Durante un tiempo confiamos en el principio de «un estado, dos políticas», originalmente pensado para Hong Kong, como la vía para resolver en el medio plazo el legado de la guerra civil. Sin embargo, esa política ha fracasado en la antigua colonia británica, alimentando la desconfianza taiwanesa sobre su capacidad de entendimiento con la cúpula comunista. El nacionalismo crece en Taiwán en la medida en que el reformismo disminuye en Pekín, generando una dinámica perversa. Hoy los «duros» de Pekín se ven sometidos a acervas críticas por parte de la población, animada por los medios de comunicación bajo control del partido, por actuar con poca contundencia. La cuestión de Taiwán no es un tema sensible solo para la élite comunista. Sobre todo, es un tema sensible para la sociedad.

En un marco de referencia tan ambiguo se espera de los dirigentes políticos inteligencia y prudencia. En su guerra comercial con China, Trump optó por utilizar la causa de Taiwán aumentando las ventas de armamento. Esto irritó, como era previsible, a los dirigentes comunistas. Para ellos resultaba evidente, y así lo han repetido, que Estados Unidos estaba abandonando el principio de «una sola China». Biden, eterno metepatas, ha afirmado en más de una ocasión que Estados Unidos entraría en guerra si Taiwán fuera atacado. Afirmaciones seguidas de desmentidos, matizaciones y aclaraciones de sus diplomáticos. El viaje de Pelosi ha logrado algo difícil de superar. Ha puesto en evidencia la debilidad política de su presidente en la región más delicada del planeta, realizando un viaje de alto calado en contra de su voluntad. Ha irritado a sus aliados en la región, y fuera de ella, porque echar leña al fuego no suele ser la mejor manera de controlarlo. Los Estados afines, que no aliados, en el Indo-Pacífico ven con horror cómo se radicaliza la situación de manera tan artificial como irresponsable, aumentando sus dudas sobre la fiabilidad del liderazgo norteamericano. Ellos están allí, tienen que convivir con China, China es su principal socio comercial, China es su principal amenaza…, pero así no se gestiona una situación tan delicada.

La República Popular ha reaccionado como se esperaba, con una formidable demostración de fuerza. No estaba en su agenda. Como todos nosotros, la China continental tiene problemas demasiado serios en casa como para querer abrir nuevos flancos. Sin embargo, si se cuestionan los principios fundamentales sobre los que se ha construido la relación, y de hecho se están cuestionando, es perfectamente comprensible su reacción.

Si el futuro de Taiwán continúa pasando por una sucesión de bravuconerías, los taiwaneses lo pasarán muy mal. No se trata de levantar la voz, ni mucho menos de amenazar, sino de actuar con inteligencia y prudencia, como hicimos durante décadas. El Kuomintang perdió la guerra, la isla de Formosa es China y nosotros hemos reconocido que la representación de China corresponde a la República Popular, por mucho que nos disguste a algunos. Trabajemos por el entendimiento y una relaciones culturales y comerciales más intensas entre las dos orillas del canal, porque cualquier otra vía sólo puede tener consecuencias desastrosas.

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