Garzón se hace el sueco
Que Finlandia y Suecia se aten los machos que ha llegado el progre exterminador
Suecia y Finlandia no levantan cabeza. Primero se han topado con un sátrapa a las puertas de su casa, que les amenaza con su bota de dictador. Y luego, como las desgracias nunca vienen solas, a estas dos admiradas democracias nórdicas les ha salido un potente enemigo que no quiere que ingresen en la OTAN, esa organización criminal (sic) llena de señores con puro que mandan tirar bombas. Ese enemigo duro de roer (hemos dado en hueso –la carne la ha prohibido–) es Alberto Garzón, el estadista europeo que nos ha legado en usufructo Pablo Iglesias viendo su inminente defunción política.
La república finlandesa, que todavía se está reponiendo de los bailes adolescentes de su primera ministra; o la Monarquía sueca, de la que acaba de dimitir su primera ministra, arrasada por la derecha, no saben lo que se les viene encima. Cuatro comunistas ye-ye del Congreso de los Diputados de España y su jefe Garzón –él, en formato abstención haciéndose el sueco– han decidido oponerse a que esos dos Estados rompan con la neutralidad en la que vivían, como un despertar de Alicia en el País de las Maravillas, y se hagan mayores, por fin, contribuyendo con su compromiso y con su dinero a la defensa de la exangüe Europa. A Sánchez se le quiebra (aún más) sus apoyos parlamentarios, ahora rotos en tres partes. Es el único presidente europeo que tiene en su seno (o regazo) voces discordantes sobre la política de defensa en el contexto de una guerra. Pero que no se queje, es infinitamente peor que a los fineses y a los suecos les salga un adversario tan potente como Garzón: esa hoz que clama en el desierto.
Tenía que llegar el rey del solomillo nupcial a poner las peras al cuarto (con la inflación ya será algo más) a Helsinky y Estocolmo. La microimplosión de los comunismos que tanto daño han hecho al planeta parieron a seres como Garzón, que se dice economista, pero que debió dormirse en la segunda tarde que le dieron de matemáticas a juzgar por la cesta de la compra peronista con albóndigas prefabricadas que nos quiere endilgar a los ciudadanos, mientras él opta por la rica proteína de un chuletón de Ávila. El ministro de Consumo lo tiene todo: es feminista, ecologista, progresista, animalista, nacionalista y por eso trabaja a destajo: venga a firmar contratos publicitarios para que sus amiguetes marquetinianos, a cambio de miles de euros, nos enseñen a comer, a vestir a los niños de rosa, a comprar juguetes unisex y, lo que es más importante, a no salirnos del ideario fracasado del comunismo, que a él le ha dado para una poltrona que en un país serio sería poco más que una dirección general.
En 2017 dejó escrito en un tuit (no se le conoce pensamiento más extenso) que el único país cuyo modelo de consumo es sostenible y tiene desarrollo humano es Cuba. En cuanto Sánchez le nombró ministro, lo borró. No sé por qué, porque nadie como él puede valorar el desarrollo humano del castrismo, cuyos dirigentes comen gracias a la ruina de su población menús a la caribeña parecidos al de su boda: solomillo a la brasa con guarnición de puré de patata, pimientos del piquillo y espárragos trigueros. Sus redes sociales están llenas de estampitas del museo del horror: Fidel por aquí, el Ché por allá, y Lenin en el corazón. Con 26 años el bueno de Garzón ya era diputado por Málaga y en cuanto se subió al machito, destrozó IU y se la entregó a Iglesias, que le recompensó con un Ministerio. Desde entonces nos ha regalado fotos vestido de Mao o ataviado con un chándal de la RDA haciendo una paella muy comunista, porque no le faltaba ni un crustáceo. Lo dicho, que Finlandia y Suecia se aten los machos que ha llegado el progre exterminador.