A la clase media, que le den
Padecemos un Gobierno que directamente trabaja contra la columna vertebral del país
La clase media no es vistosa. No suele escribir gestas legendarias. Tampoco goza del brillo opulento de los plutócratas, a veces admirados por el público común de una manera bastante papanatas, como ya denunció Chesterton. La clase media suele ser ordenada y laboriosa y alberga discretas aspiraciones burguesas. Los objetivos son sacar a los hijos adelante, una vivienda en propiedad, comer con los abuelos los domingos, ir a la iglesia, buscar buenos colegios, tal vez hacerse con un apartamento en la costa… Napoleón decía a modo de desprecio que «Inglaterra es una nación de tenderos». Pero con esa manera de estar en el mundo construyeron una tranquila democracia de derechos, mientras los franceses se entregaban a las escabechinas doctrinarias de guillotina. Tolkien lo entendió perfectamente. Los elfos habitan en sus palacios, un poco al margen. Los orcos encarnan el puro mal. Así que el destino del mundo reposa al final sobre las espaldas vulgares de los hobbits, la estoica clase media, la columna vertebral de los buenos países.
En la segunda mitad del siglo XX se produce en España el gran salto hacia adelante de la clase media. El ascensor social funcionó a pleno rendimiento en el tramo final del franquismo y en las primeras décadas de la democracia. Todos conocemos ejemplos. Un mozo de cuerda abulense, trabajador e ingenioso, acabó montando una empresa de mudanzas. A su muerte legó varias propiedades a su hija, una tal Irene Montero, que insólitamente acabaría de ministra del feminismo merced a la promoción digital de su pareja masculina. Hay más casos. Un joven emigra a Madrid en los años 60 desde un ignoto pueblo manchego y se casa con la hija de unos herreros murcianos. Él trabaja para la administración y acabará creando en el siglo XXI su propia empresa de embalajes. Ella se hace funcionaria de la Seguridad Social y con su esfuerzo concluye de mayor la carrera de Derecho. Envían a su hijo a un buen colegio católico del centro de Madrid y más tarde le pagan la carrera de Económicas en una escuela universitaria privada. Aquel chaval se apellidaba Sánchez (y ha llegado más lejos de lo que nos convendría).
El siglo XXI está resultando el del estancamiento de la clase media. Por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los padres ya no tiene claro que sus hijos vayan a vivir mejor que ellos. La nueva economía digital no reparte la riqueza como hacía la fabril. Crea una cúpula de potentados, cierto, pero poco volumen de buenos empleos en la base ancha de la sociedad. Los sueldos de la clase media se han estancado en Occidente, con mermas acusadas del poder adquisitivo. Aquello de «si entras en esa empresa te jubilarás en ella» es historia. La nueva clase media baila en el alambre de lo provisional. Además, existe un problema político. Los gobernantes dan por sentado que la clase media, que es sólida y cumplidora, logrará apañárselas, así que no le prestan atención. El foco se sitúa en los problemas de las minorías y de quienes rondan el umbral de la pobreza. Lo cual está muy bien… si no se diese la espalda al auténtico motor del país (la mitad de los españoles se declaran de clase media). Por último, la –necesaria– llegada de millones de inmigrantes a una Europa muy envejecida ha tenido también su peaje. Ha suscitado tensiones en barrios populares, donde los de siempre ven que la seguridad empeora, al tiempo que observan cómo los nuevos reciben unas ayudas sociales que para ellos no existen. Este fenómeno late tras el auge de la derecha conservadora en Suecia y en Italia.
En la España actual, formar parte de la clase media supone ser un paria, señalado por un Gobierno de comunistas y socialistas que van de Robin Hood, pero que operan como bandoleros contra quienes se esfuerzan para intentar prosperar. Impera un odio ideológico a la clase media, como delata el propio eufemismo que se ha inventado el sanchismo para denominarla: «la clase media trabajadora», como si fuese posible su existencia rascándola en una hamaca. Nos gobierna un estéril resentimiento social. Se dedican a agobiar a lo mejor de este país, un tipo de hogar del que ellos mismos han salido y que extrañamente odian.