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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

De hombres, de chacales

Hace dos días, la familia de José Antonio Primo de Rivera exigió evitar que el Estado manosee el cadáver de su antepasado y haga con él el material circense que fue exhibido en torno al despojo del general Franco

Actualizada 10:20

Andaba yo, hace unos años, enredado en un proyecto de libro sobre la muerte que acabó inconcluso. Desde la Universidad de Nottingham, el profesor Álvaro Vidal Bouzón me sugirió un poema de Harold Pinter que no conocía. Los seis versos de ese I know the place eran, en su ascetismo, irrevocables. Los doy con la torpeza que toda traducción arrastra en poesía:

«Conozco el lugar.
Es verdad.
Todo lo que hacemos
corrige el espacio
entre la muerte y yo
y tú»
.

Es verdad, no hay gesto que, en la vida de un hombre, no esté modificando la silenciosa red en la cual cada uno es nudo, sólo un nudo: encrucijada en el tiempo, que da sobre la muerte. No, no hay pasado. Ni futuro. En eso, San Agustín es infalible: hay los vertiginosos presentes en los cuales pasado y futuro son evocados o profetizados: puntos de fuga en el tiempo. Nuestro presente es el instante en donde los que murieron rozan apenas la mano del que morirá. En esa fugaz caricia se atesora el misterio de ser hombre: depósito de evocaciones «que, como ruinas de montañas», dice Rilke, «descansan en nuestro fondo». Y ese descanso es sagrado: el vértigo, que nada conjura, de sabernos motas de polvo en la tempestad del tiempo.

Descansan. Y rendirse a ello es lo único que, delicadamente, «corrige» el enigmático espacio de nuestra danza con la muerte. Desde Epicuro, la cultura griega, que es la nuestra, ha sabido que todo cuanto pueda decirse de la muerte es nada. Y que la dignidad humana se cifra en esa vaga percepción de que aquel que toca a quienes yacen en su sepulcro está maldito.

Entre 1936 y 1939, los hombres de este país nuestro se mataron como bestias. Como bestias. Sin distinción de ideologías. En una indescriptible rebatiña de todos contra todos, en la que sólo causar más dolor que el recibido era importante. Siguió después. Porque los huracanes de muerte no se detienen cuando un interruptor se pulsa. Ha pasado un siglo casi. Nadie –o apenas– de los que allí estuvieron existe. Perseveran los fantasmas, sin embargo. Que se adueñan del presente y lo devoran. ¡Con qué fuerza, con qué coste anímico!

Hace dos días, la familia de José Antonio Primo de Rivera exigió evitar que el Estado manosee el cadáver de su antepasado y haga con él el material circense que fue exhibido en torno al despojo del general Franco. Yo, que vengo del linaje más opuesto al suyo y que he vivido en familia lo que era una exhumación bajo la dictadura, me descubro ante esa exigencia. Con respeto. Igual que me descubro ante el Príamo que exige –y con él lo exigen todos los dioses, pero también todos los combatientes– que sea respetado el cadáver de Héctor. Porque no hacerlo es descender en la escala que, de humano, lleva a bestia. La bestia fue, hace milenios, nuestro origen. Sigue al acecho, bajo la tan tenue piel de nuestra inteligencia.

Sí, «todo lo que hacemos / corrige el espacio / entre la muerte y yo / y tú». Y hace de nosotros hombres. O bien chacales.

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