Salvador correveidile
Salvador lleva chupando del bote de lo público desde los 30 años, lo que le ha convencido de que repartir cafés en la mesa de diálogo inventada por Sánchez y Aragonès es el mejor empleo para un filósofo sin ninguna vida profesional fuera de la política
Los españoles hemos sido castigados a tropezar dos veces en la misma piedra. Primero fue Sánchez, muerto y resucitado, y ahora le toca el turno a Salvador Illa. El exministro de Sanidad, que todavía no ha aprendido a contar los muertos de la pandemia, ahora se erige como palanca del Gobierno catalán, para mantener a Aragonès y Junqueras en el machito a cambio de que le paguen la última hipoteca a Sánchez en la Moncloa.
En las Navidades de 2020, cuando pilotaba sin tino la galerna de la covid, puso cara de filósofo despistado y se comprometió a que en las elecciones autonómicas del 14 de febrero del año siguiente, el PSC no apoyaría a los independentistas. Con estas credenciales, Pedro Sánchez lo mandó a las urnas donde el efecto Illa fue menor de lo esperado, aunque ganó los comicios en votos, amarga victoria que solo le dio para una cosa: para traicionar su palabra, sucumbir al chantaje y erigirse en chico de los recados de la Moncloa y ERC. Un día, Salvador Illa cogió los votos constitucionalistas que recibió en 2021 y se los dio a ERC para aprobar la liquidación del castellano en las aulas catalanas. Desprovisto ya de cualquier atisbo de responsabilidad constitucional, Illa ha llegado a plantear una consulta en Cataluña, camuflada de referéndum constitucional, para legalizar por la vía de los hechos el «derecho a decidir de los catalanes».
Estos son los bueyes con los que ara en el parlamento catalán Pedro Sánchez: el PSC como coartada para socavar el orden constitucional en Cataluña, mientras los soberanistas mantengan en el poder al peor presidente de la democracia. Le cuentan la milonga a los catalanes de que están a este lado del río, algunos se lo creen y convierten al PSC en voto refugio (tras la vergonzosa espantada de Ciudadanos), pero luego prostituyen esos escaños para mantener el oasis separatista, del que forman parte desde que Montilla se inventó la mascarada separatista del tripartito y Miquel Iceta bailaba en pantalones cortos. Como el exótico ministro de Cultura, Salvador lleva chupando del bote de lo público desde los 30 años, lo que le ha convencido de que repartir cafés en la mesa de diálogo inventada por Sánchez y Aragonès es el mejor empleo para un filósofo sin ninguna vida profesional fuera de la política.
Fue alcalde de su pueblo, La Roca del Vallès, y después de ejercer de fontanero de Iceta (lo que no deja de ser una redundancia), Sánchez lo catapultó al podio de la insolvencia nombrándolo ministro de Sanidad, disciplina de la que no conocía ni media palabra, con la esperanza de que siguiera ejerciendo de costalero del nacionalismo. Pero llegó el coronavirus y esa desgracia le permitió demostrar con creces su inabarcable nivel de incompetencia. Ahora, su jefe ha depositado en sus manos seguir alimentando al monstruo separatista a base de darle privilegios y desarmar definitivamente al Estado para que nunca se puedan revertir judicialmente los indultos que concedió a los golpistas. Es decir, para salir en auxilio, al fin, del presidente de ERC al que ha abandonado el desodorante de Puigdemont y prefiere a un títere socialista capaz de cualquier cosa para mantenerse en el poder que a una derecha que pudiera atarle en corto.
Salvador y correveidile, para servirle a usted.