Una sectaria en Roma
Una de las políticas más cainitas de nuestra historia y que más daño ha hecho por vía de la educación al catolicismo en España se ha convertido en nuestra representante en la Santa Sede
Vivimos en la censura de la corrección política, entendida como la imposición de lo que los mal llamados progresistas dictan. Ya no se puede hacer una broma sobre la homosexualidad o sobre las mujeres sin que los ofendiditos, de guardia constante, monten en cólera. Sensibilidades a flor de piel que contrastan con la laxitud con que en el régimen sanchista se tratan las creencias cristianas o la dignidad de las víctimas de ETA. Tan es así que el pasado miércoles, el secretario de Estado del Papa Francisco, el cardenal Pietro Parolin, tuvo que preguntar delante de nuestra embajadora ante la Santa Sede, Isabel Celaá, «si es posible rezar por todos los españoles sin ofender a nadie». Así estamos.
No era casualidad que la mano derecha del Pontífice se cuestionara retóricamente si ejercer la libertad religiosa ante la representante de un país políticamente aconfesional pero católico de tradición y cultura estaba bien visto por su Gobierno. El histerismo de los censores modernos es la vanguardia de la cristianofobia en España. Y todo, mientras nos atosigan con quejas LGTBI, un colectivo que en absoluto sufre las laceraciones que sus pregoneros denuncian. Afortunadamente, dicho sea de paso. A Celaá no se le cayó la cara de vergüenza al escuchar en la misa del día del Pilar en el Vaticano una exhortación así, que traduce en palabras la erosión de nuestras principales libertades civiles, entre ellas, la de culto.
La embajadora ante la Santa Sede sabe muy bien de qué hablaba el cardenal Parolin. Ella es una palmaria consecuencia de cómo en el universo sanchista son los políticos deshonestos, sectarios y moralmente escasos, los que hallan recompensa. Isabel Celaá fue cesada fulminantemente en una escabechina sanchista, muy propia del personaje, pero el presidente aquel día la tomó por el brazo, la condujo a los ventanales desde donde se escucha tintinear el agua en la fuente en la que Machado requebraba a Guiomar, y le prometió que antes de que la primavera llamara a su puerta, dormiría en Piazza España con Vía Condotti, donde palpita la política de lo eterno, donde a pocos pasos te topas con un Caravaggio o la tumba de Bernini.
Así, una de las políticas más cainitas de nuestra historia –en dura competencia con Dolores Delgado, Irene Montero y Pablo Iglesias– y que más daño ha hecho por vía de la educación al catolicismo en España se ha convertido en nuestra representante en la Santa Sede. Un despropósito que solo puede obedecer al recochineo del presidente del Gobierno, dispuesto siempre a dar dos tazas al que vomita el primer caldo. Así que el día de nuestra patrona, la señora que impuso un profundo sesgo dogmático a la educación, que criminalizó la enseñanza de la religión católica, que acosó a los centros concertados y a la educación especial, que consagró la mediocridad académica camuflada de pretensión igualitaria y que culminó la exclusión del castellano en las aulas catalanas, ejerció en Roma como «portavoz» de la palabra de Dios, al corresponderle la primera lectura de la liturgia de la Eucaristía. Desertó en la prédica y lo ha hecho sin rubor.