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El observadorFlorentino Portero

La China de Xi Jinping

Deng Xiaoping, superviviente del maoísmo, tenía clara tanto la necesidad del partido único para mantener unida a la gigantesca China, como el coste en corrupción e incompetencia que ello implicaba

Actualizada 01:30

Superado el XX Congreso del Partido Comunista Chino y a la espera de la reunión del G20 en Bali la figura por excelencia de la escena internacional es Xi Jinping, renovado presidente de la República Popular y secretario general del Partido Comunista. Llegará a Bali reforzado políticamente y cabe esperar, el tiempo lo dirá, que dispuesto a marcar criterio, aprovechando la debilidad de Biden y Putin.

Esperábamos el Congreso con indisimulada ansiedad y el resultado no ha defraudado. Xi se ha coronado como el dirigente de una época, el hombre que va a marcar el destino de China y de buena parte del mundo. Un buen ejemplo de ello es la salida de dinero del país, tanto de inversores internacionales como de empresarios locales, convencidos todos de que el tiempo de Deng Xiaping quedó definitivamente atrás, y de que el presente tiene una inequívoca vocación de intervencionismo del Partido en la actividad corporativa. No sólo sale el dinero, también sus propietarios, o eso intentan. Veremos si, como viene ocurriendo con sus iguales rusos, descubrimos que se sienten atraídos por las ventanas abiertas tras su rebeldía ante el dirigismo comunista.

El extraordinario crecimiento que China ha vivido estas últimas décadas, como el de otros estados del Extremo Oriente, se ha debido a la consolidación política y jurídica de un espacio de libertad para la empresa. Gracias a ese crecimiento, el partido ha podido ofrecer trabajo a millones de ciudadanos, muchos de ellos migrantes del campo a la ciudad, en un proceso vertiginoso. Sin embargo, el éxito y la dimensión internacional adquirida por algunas de estas grandes empresas ha generado una previsible preocupación en el núcleo de poder. Se estaban convirtiendo en estados dentro del Estado, acumulando un poder excesivo a ojos del partido. Desde una reforzada perspectiva leninista, era necesario y urgente doblegar y controlar a estas empresas y a sus ejecutivos. La lógica leninista es implacable, tanto como sus consecuencias: el crecimiento se ralentizará y las tensiones sociales inherentes a estos movimientos migratorios y de consolidación social se incrementarán.

Deng Xiaoping, superviviente del maoísmo, tenía clara tanto la necesidad del partido único para mantener unida a la gigantesca China, como el coste en corrupción e incompetencia que ello implicaba. Compartía con lord Acton la idea de que el poder corrompe, pero que el poder absoluto lo hace absolutamente. Para tratar de controlar esa deriva impuso una serie de reglas, como la de impedir que un máximo dirigente lo fuera por más de dos mandatos de cinco años. Los órganos superiores del partido debían ser colegiados, para representar las distintas sensibilidades y limitar abusos y corruptelas. Xi no comparte esa preocupación por lo que ha arrasado con las otras corrientes, ha impuesto a su gente y ha optado por perpetuarse en el poder. La corrupción, la incompetencia y el dogmatismo están servidos.

«Poder blando», «marca país», «diplomacia pública» son expresiones de nuestro tiempo que hacen referencia a la imagen, atractivo y autoridad de los que goza un país a ojos de los extraños. Eran temas que preocupaban a Deng y que cuidó, permitiendo a China ganar influencia en muchos países. Con Xi esas exquisiteces diplomáticas han dado paso a un nacionalismo revanchista, que se alimenta de las heridas inferidas por el colonialismo nipón y occidental. La nueva posición es firme y desafiante, respaldada por un músculo militar que no ha dejado de crecer. Su nueva «ruta de la seda» resulta día a día menos atractiva para sus clientes, temerosos de caer, como la experiencia de algunos estados ha demostrado, en la trampa del vasallaje por ruina financiera.

El XX Congreso del Partido Comunista chino nos depara un conjunto de resultados que son malos para China y malos para el resto del mundo. Por lo menos en el corto plazo. En el medio y largo plazo puede ser un revulsivo para que la sociedad china exija mayor control político y judicial al partido, así como mayor libertad individual y de empresa. De la misma manera, este redescubrimiento del comunismo chino ayudará a que muchos otros países adopten una postura más prudente ante la falsa generosidad de Beijing a la hora de prestar a quien no puede devolver.

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