Sin vergüenza
La ausencia de vergüenza es un problema de estos dirigentes públicos, pero también de una moralidad pública muy relajada en la que ese descaro no solo se permite, sino hasta se premia
El título de hoy no es mío, está extraído de un libro de Victoria Camps (El Gobierno de las emociones, 2011), afamada catedrática de Ética y exconsejera de Estado. Y lo descubrí releyendo trabajos de Camps, tras su inexplicada participación en esa operación del Gobierno para colocar a Fernández de la Vega de consejera permanente y a Magdalena Valerio de nueva presidenta del Consejo de Estado, dimisión mediante de Camps. Camps, cercana al PSOE, escribió durante años sobre las virtudes y vicios públicos, y he aquí que alertaba contra la partitocracia y la falta de transparencia, justamente dos rasgos de la operación en la que ha participado.
También escribió contra los desvergonzados en la gestión de los asuntos públicos, los que actúan impunemente sin sentir vergüenza alguna, y defendió la importancia de una moralidad pública basada en los valores más altos que produzca vergüenza a quienes se aparten de ella. Que es justamente lo que parece estar ausente del debate público actual, el sentimiento de vergüenza ante algunas decisiones, contradicciones flagrantes o mentiras. Cada vez que escucho y miro a Pedro Sánchez, su expresión es tan relevante como sus palabras, veo el perfecto reflejo de lo que Victoria Camps describe como alguien sin vergüenza alguna. No hay más que recordar lo poco que le afecta la constatación de los plagios de su tesis doctoral, algo que en una sociedad de fuertes virtudes públicas debería causar oprobio generalizado y una vergüenza inmensa al plagiador.
Sin el más mínimo indicio de vergüenza, Sánchez también afirma últimamente que el PP lleva cuatro años incumpliendo la Constitución, lo que no deja de asombrarme cada vez que lo repite. Y no solo por el extremado cinismo que hay que poseer para decir eso mientras se gobierna y se pacta con una extrema izquierda antisistema y anticonstitucional, sino por esa relajada moral pública en la que un presidente puede hacer estas afirmaciones sin aparentes consecuencias. Y lo mismo ocurre con sus vicepresidentas y ministros. Como la comunista Yolanda Díaz, que esta semana acusó a Vox de ser amigo de Putin, el heredero y confeso admirador de la dictadura comunista soviética. O Félix Bolaños, que, cuando le preguntan por sus pactos con los golpistas catalanes, ahora para rebajar el delito de sedición, llama «partidos antisistema» a PP y a Vox, lo ha hecho esta semana, o dice que las cosas están mucho mejor que en 2017 tras pactar ellos con los delincuentes, receta socialista para fortalecer el Estado de derecho, dar a los delincuentes lo que pidan.
Y no olvidemos a Pilar Alegría, ministra de Educación y portavoz del PSOE, que, a las críticas por el incumplimiento en Cataluña de la sentencia sobre el 25% de castellano, responde acusando a la oposición de «manosear» el castellano y de «confrontar con Cataluña». Es decir, una completa perversión del lenguaje democrático, en la que la defensa del Estado de derecho, la igualdad y el pluralismo son convertidos en confrontación. Y todo porque también eso, la permisividad ante el incumplimiento, ha sido pactado por el Gobierno con ERC, como contó Aragonés.
La ausencia de vergüenza es un problema de estos dirigentes públicos, pero también de una moralidad pública muy relajada en la que ese descaro no solo se permite, sino hasta se premia. Sánchez es un ejemplo. Tan bueno, que si Camps reedita su libro, le sugiero un nuevo título del capítulo: Sin vergüenza, el caso paradigmático de Pedro Sánchez.