Ratzinger y el Dios oculto
Dios no puede, en rigor, sino permanecer velado. El misterio es el ser del absoluto. Que se expresa en un mundo que sólo de su ausencia habla: la ausencia de lo que, por ser en todo, es indescifrable
Se rinde homenaje a un pensador muerto volviendo a leer líneas que un día nos conmovieron o admiraron. He tomado de la biblioteca el volumen IV de las Obras Completas de Ratzinger, mientras la gran liturgia de las despedidas se despliega en Roma. Homilía de diciembre del 64 en Münster: exégesis de la meditación de Pascal sobre el «Dios oculto». «Hablando como Job con Dios», deja caer Ratzinger: esto es, en el desasimiento. Y adentrándose en las zonas de tiniebla que ponen en el «éxodo» la metáfora de lo humano: «La imagen de Moisés, que subió a la montaña y que tuvo que entrar en la nube para encontrar a Dios, sigue siendo válida para todas las épocas. No se puede encontrar a Dios –ni siquiera en la Iglesia– sino subiendo a la montaña y entrando en la nube del Dios desconocido, que es, en este mundo, el Dios oculto».
Dos son sus fuentes textuales: el San Pablo de los Hechos de los Apóstoles (17: 16-34) y el Blaise Pascal del Memorial (Pensamientos, L913). En el encaje de ambos se juega su grandeza teológica.
Vemos a San Pablo en el Areópago, donde los atenienses elevaron altares a sus dioses. Y aun a los dioses ajenos. Hechos: «Discutía Pablo, por una parte en la sinagoga con los judíos y con los adoradores de Dios, y en el ágora cada día con los que allí se encontraban. Por otra parte, algunos también de los filósofos epicúreos y estoicos trababan conversación con él». Pablo enuncia entonces la paradoja: «Considerando atentamente vuestros monumentos sagrados, me encontré también con un ara, en la cual se leía esta inscripción: 'al Dios desconocido'. Lo que, pues, sin conocer veneráis, esto os anuncio yo». Y la cortesía se quiebra: «ya te oiremos hablar de eso alguna otra vez», se despiden los atenienses. Abatido por la respuesta, «Pablo salió de en medio de ellos».
El «Dios desconocido» revestirá, en el tiempo, el nombre místico de «Dios ausente». Inasible para quienes habitan la ciudadela mundana. Pascal fijará la entidad de ese envite en 1648: «Debemos considerarnos como criminales en una prisión por todas partes repleta de las imágenes de su liberador y de las instrucciones necesarias para salir de la servidumbre. Pero hay que confesar que no es posible percibir esos santos caracteres sin una luz sobrenatural».
El mundo es un enigma, dictamina Pascal, un mapa encriptado, ante cuya complejidad nos sabemos impotentes. La especie humana fue corrompida por la caída. Y el mérito del nuevo Adán, que es Cristo, sólo a Cristo pertenece atribuirlo. Es gracia: don, arbitrio divino. No se merece una dádiva: «Dios no nos debe nada». Y, sí, en las imágenes mundanas puede haber verdad, es cierto. Pero verdad cifrada. Mundo y Escritura son jeroglíficos. Que extravían a quien no sabe leerlos. ¿Por qué esos laberintos y no la más sencilla transparencia? Pascal responde: «Si Dios se revelara de continuo a los hombres, no habría mérito en creerle; y si no se revelara nunca, poca fe habría. Pero Él se oculta de ordinario y se revela raramente». Y su conclusión se impone: «Estando así Dios oculto, toda religión que no dice que Dios está oculto no es verdadera, y toda religión que no da la razón de ello, no es instructora. La nuestra hace todo eso. Vere tu es deus absconditus (Ciertamente tú eres un Dios oculto)».
Dios no puede, en rigor, sino permanecer velado. El misterio es el ser del absoluto. Que se expresa en un mundo que sólo de su ausencia habla: la ausencia de lo que, por ser en todo, es indescifrable. Y eso hace la exquisitez del Pascal que lee a San Pablo. Y la del Ratzinger que lee a ambos. 1964: «Dios es, en este mundo, el desconocido y no se le puede encontrar sino en el ocultamiento».
Lo oculto vive en las páginas de los libros. También el oculto Dios del Papa Ratzinger.