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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Tenemos que hablar de Juan Carlos I

No nos estamos dando cuenta de lo que supone deportar a un Rey y condenarle a morirse incluso en el extranjero

Actualizada 01:42

El Rey cumplió 85 años más lejos de su casa que Txapote de la suya, lo que en sí mismo ya debe generarle algún conflicto a cualquiera, por sectario que sea, dotado de un cociente intelectual parecido al menos al de una ameba con rinitis.

Hombre, algo raro tiene que la política de acercamientos ignore a un señor mayor, sin condenas ni imputaciones conocidas y ya acusado en exclusiva por una muñeca chochona con acento; y se centre en criminales cuyo único arrepentimiento está en no haber matado otro poco antes de caer enchironados.

De Juan Carlos I sabemos todo lo malo, que se resume en una única cosa, salvo para los husmeadores de vidas privadas que van por la vida olisqueando la ropa interior del personal: el primero de los españoles no puede ser el último de los contribuyentes, y ese pecado no necesita de reproche penal para ser sancionable en ese territorio, el de la ejemplaridad, que van en el cargo de por vida.

Pero nadie ha pagado un precio tan alto en España por esos excesos, y otros cinegéticos con elefantes de cuatro patas y gallinas de dos, a los que ha disparado con todos los rifles y trabucos a su monárquica disposición: abdicó por todo ello, abonando de golpe una factura de la que tantos otros bastante más culpables se escaquean, con Pedro Sánchez y su tesis plagiada a la cabeza.

A partir de ahí, la deportación deja de ser una pena personal para convertirse en una amenaza y un mensaje a la Casa Real y, en general, a ese Régimen del 78 que con alguna razón sus detractores señalan como último bastión de la España a derribar: asaltado el Tribunal Constitucional, rodeado el Poder Judicial y dirigido el Parlamento por dos comisarios de estricta observancia sanchista, solo queda el Rey como obstáculo de sus constituyentes planes, que incluyen otra República frentepopulista y un troceo nacional en Taifas con Junqueras y Otegi de reyezuelos.

Solo por humanidad ya debiera ser suficiente para permitirle al Rey de la Transición disfrutar de su país, sin otro cometido que pegarse la vida padre con el ruido institucional justo, como un jubilado con galones al que la calle sabrá juzgar como merezca: probablemente con afecto indulgente, que es lo propio de quien escribe renglones torcidos en una buena novela.

Pero hay algo más, que aconseja el indulto al Borbón y explica la negativa de Sánchez a dárselo: si se muere en el extranjero, en esos desiertos con aire acondicionado sacados de una distopía fundamentalista, la Casa Real tendrá un problema y la Constitución otro.

Porque habrá quien no entienda la humillación, y mire a Felipe VI con recelo desde sus propias filas; y habrá quien aproveche esa crisis interna para, desde los palcos VIP populistas ocupados por Sánchez y sus huestes, desatar el conflicto definitivo para abrir ya sin ambages su deseado periodo constituyente.

Dejar morir fuera a un Rey que, con todos sus errores, permitió una transición pacífica y colocó a España en el mundo, es una grosería siempre. Pero especialmente cuando el sistema democrático está en peligro y sus principales enemigos son indultados, blanqueados y elevados a socio preferente del Gobierno.

No se quieren cargar al Rey, sino al 78, y van armados, son peligrosos y se han concedido licencia para matar: solo así se explica que aquí homenajeen a etarras, indulten a golpistas, ensalcen a griñanes y gañanes y guarden toda la ira para un anciano que se conforma con darse un paseo por el mar y tomarse una de gambas con los amigos.

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