El agente infiltrado
La infiltración sin orden judicial es un delito. La seducción o el enamoramiento insinceros no lo son. Si, de verdad, alguien quiere defender la ley, debe saber desligarla de las humanas sordideces sentimentales
Combatir al Estado nunca es gratis. Cualquier revolucionario, cualquier insurrecto, cualquier ciudadano que sencillamente sueñe con paraísos, debe saber eso antes de mover su primer peón sobre el tablero. Con el gran Leviatán, nadie juega en igualdad de condiciones. Ese ajedrez tiene reglas, no muy elegantes: universales para todos los Estados. Y los garantistas sólo se diferencian aquí de los dictatoriales en un matiz: un poder judicial independiente vela para preservar al ciudadano de la automática tendencia estatal a apisonar todo cuanto le sea puesto por delante. Por eso es tan de supervivencia que los gobiernos no puedan poner sus sucias manos –porque todo gobierno tiene, necesariamente, las manos sucias– sobre los jueces.
Las criaturas del movimiento alternativo que fueron infiltradas por un agente provocador en Cataluña no están desasistidas. La infiltración policial está claramente tasada por la ley; como todas las actuaciones de las fuerzas de seguridad en un régimen democrático. Y reposa sobre un principio ineludible: sólo un juez puede autorizar a un funcionario policial para que opere, bajo identidad falsa, como agente encubierto, en un ámbito cuya peligrosidad únicamente el tal juez está habilitado a valorar.
La querella contra el agente infiltrado descansa, en los términos de las abogadas que la presentaron, sobre la apreciación de que su comportamiento «no sólo transgrede los límites legales de la actuación de infiltración de los cuerpos policiales, sino que traspasa los límites éticos, atentando contra el núcleo esencial de las activistas y su autonomía sexual». Y me temo que yerran las querellantes al amalgamar «límites legales» y «límites éticos». La justicia califica –y procesa o archiva, según proceda– toda violación del convenido código que fija los «límites legales». Y nada tiene que decir acerca de los «códigos éticos», que corresponden a una esfera de privacidad inaccesible a las leyes. Un sujeto puede ser moralmente odioso y no delinquir. Resulta de lo más frecuente. Y hay oficios en los que actuar de modo odioso es una constricción laboral.
Si el infiltrado de Cataluña actuó sin orden judicial, el delito que ha cometido es grave: será difícil que pueda eludir la pena que la ley prevé. O que la eluda quien le hubiera dado –sin respaldo judicial– esa orden. Si lo hizo bajo cobertura judicial, será al magistrado que la dictó a quien corresponda rendir cuentas de lo ordenado. La infiltración sin orden judicial es un delito. La seducción o el enamoramiento insinceros no lo son. Si, de verdad, alguien quiere defender la ley, debe saber desligarla de las humanas sordideces sentimentales. Si todo aquel –hombre o mujer– que miente a su pareja merece cárcel, no quedará hombre o mujer libre en el universo. Puede que así acabe siendo.
Yo, mientras eso llega, recomiendo la lectura de un debate primoroso: el que enfrenta al jovencísimo Benjamin Constant de 1796 con un Immanuel Kant viejo y consagrado: ¿existe un derecho a mentir? La respuesta es menos simple de lo que puedan soñar las meninges infantiles.