Enero negro
A David Crosby lo atrapó el tiempo este 18 de enero. Porque la virtud intemporal de la obra no puede ser trasplantada al vulnerable humano que acertó a darle forma. Los hombres mueren
Repeat. Paso la glacial mañana de sol madrileño encerrado con un solo disco. 1970: Déjà Vu. Yo tenía diecinueve entonces. Y no, nada en aquel prodigio de Crosby, Still, Nash & Young había a lo que pudiera llamar, como asevera el título, «ya visto». Aquel cristal, que conjugaba el milagro de dar un sonido delicado y salvaje, salvaje en tanto que algebraicamente delicado, salía de un planeta por completo nuevo.
Yo lo había atisbado ya en el It ain’t heavy, he’s my brother que Graham Nash había grabado, no demasiados meses antes, con sus Hollies y que es una de las canciones que más impenitentemente han sonado, durante los últimos 54 años, en mis sucesivos tocadiscos y en sucesivos y efímeros soportes. Pero las canciones de David Crosby, como las de Graham Nash, como las de Stephen Stills, como las del titánico Neil Young, sobreviven a todos los soportes. Al curso del tiempo nada escapa…, salvo aquello que nunca fue del tiempo. Esto. No fue –no será– nunca cosa del tiempo el It ain’t heavy de Crosby, ni el Our house de Nash, ni el Country girl de Young, ni el Carry on de Stills, que abría aquel segundo álbum de cuatro músicos tocados por la gracia. Permanece la obra: que las horas no devastan.
A David Crosby lo atrapó el tiempo este 18 de enero. Porque la virtud intemporal de la obra no puede ser trasplantada al vulnerable humano que acertó a darle forma. Los hombres mueren. También los artistas, por grandes que hayan sido, por honda que sea su huella en quienes los admiramos. Lo bien hecho permanece. Lo demás, también su autor, es mota en el vendaval asesino que miden relojes y calendarios.
Un mes malo, un año malo… Pero es que los meses y los años va haciéndolos inapelablemente malos el curso de los años. David Crosby tenía 81. Jeff Beck, que murió hace veinte días, 78. Anteayer, Tom Verlaine moría con 73 en Nueva York… Es hora de despedidas. La hora sin añoranza de quienes pusieron sobre este aburrido mundo una de las tan pocas cosas que hicieron estéticamente soportable la segunda mitad del siglo veinte.
Ezra Pound sentenciaba que «el tiempo es el mal». Y, atrapado en el bello cristal de esta luz glacial de enero madrileño, y escuchando a David Crosby, a Jeff Beck o a Tom Verlaine, sé que, incluso en esa forma extrema del mal que es la muerte, cabe una grieta desde la cual invocar la belleza. Como último refugio. No de esperanza, ni de salvación. Resquicio de la memoria que fue transfigurada en leyenda: intemporal. Intemporal: a eso llamamos poesía. Y eso ya sólo nos conmueve a quienes tenemos la bastante edad para saber que, en nuestras vidas, el rock and roll nada más valió la pena. Aunque sepamos también hasta qué punto la «herrumbre» que anunciaba Neil Young, la herrumbre que nos convoca a golpes repetidos en este mes de enero, es lo único que nunca muere.
La Suite Judy blue eyes suena ahora en mi biblioteca: y con ella el recuerdo de una mujer bellísima, que es ahora una bellísima anciana. Suena, por supuesto, al volumen excesivo que el rock and roll siempre exige. Está bien, muy bien, que todo sea efímero. Repeat. Y al tiempo, que le vayan dando.