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Enrique García-Máiquez

Hacer un Balduino

En pocos años, asistiremos al espanto de las consecuencias de la Ley Trans. Medicalizar y amputar a menores no va a salir bien

Actualizada 01:46

Urge escribir contra la Ley Trans. Hemos de darnos prisa en manifestar nuestra disconformidad. No sólo por nuestros ideales ni por nuestro amor a la verdad ni porque nos repugne que engañen a tantas criaturas inocentes y, mucho menos, porque confiemos en que nuestra protesta vaya a tener repercusiones políticas a estas alturas. No nos hacemos ilusiones, ni las más mínimas. Pero urge protestar también por puro egoísmo y por un innato instinto de supervivencia moral.

Como descarga de nuestra responsabilidad. En pocos años, asistiremos al espanto de las consecuencias de la Ley Trans. Medicalizar y amputar a menores no va a salir bien. No digo en todos los casos, pero sí en la mayoría. Muchos menores, cuando se lo piensen mejor y sus cuerpos, con la madurez, les recuerden su constitución genética, se encontrarán con lesiones irreversibles o, si ustedes prefieren que lo diga más suavemente, con cambios inducidos quirúrgicamente en sus cuerpos que no tendrán marcha atrás. Pedirán cuentas.

Para empezar a sus padres, que, con buena intención en casi todos los casos, pero inducidos por la constante lluvia fina de la propaganda, dejaron que los engranajes de la maquinaria siguieran su curso; y, desde luego, a las instituciones públicas, a las asociaciones subvencionadas, a los grupos de entretenimiento e información, a los médicos y a los hospitales que se presten al juego y, finalmente, a los poderes del Estado. Las indemnizaciones por daños y perjuicios serán astronómicas, como ya lo están siendo en el Reino Unido. Y serán lo de menos. Lo peor va a ser el daño causado a tanta criatura por la falta de prudencia y por la obsesión con extender una agenda ideológica contra viento y naturaleza.

Por el juego de las mayorías parlamentarias, por las cámaras de eco de la opinión política y por los prejuicios partidistas, no hemos podido hacer gran cosa para evitar la aprobación de la ley. Reconocemos nuestro fracaso político y social, pero sí podemos hacer lo más elemental: decir no.

Y no por un orgulloso aristocratismo («Etiam si omnes, ego non») ni por salvar lo último que se pierde, que no es la esperanza, sino el honor, o no sólo por eso, sino para poder mirar en el futuro a la cara a los damnificados. Por esta ley vendrán a pedir cuentas a los hombres y a las mujeres de nuestra generación. Algunos les podremos decir: «Pasaron como un rodillo por encima de nuestra opinión».

Hay una objeción de conciencia imprescindible, que es la de los médicos y los profesionales de la sanidad, del Derecho o de la enseñanza que se nieguen a colaborar con esta ley. Pero los demás, como vivimos en un régimen de opinión y en una democracia, también debemos ejercer una objeción de conciencia al consenso real o presunto que la sostiene y legitima. Esto es, poder decir que, aunque parezca que se ha aprobado una ley en nombre de toda la sociedad, uno se da de baja de la generalización que conlleva la norma. Un «paren el mundo, que me bajo» aplicado al BOE. Como parte integrante del pueblo soberano, podemos repetir el gesto nobilísimo del Rey Balduino de Bélgica. ¿Lo recuerdan? Él se atrevió a abdicar para no tener que firmar la ley del aborto. Ni con nuestro silencio («El que calla otorga») firmaremos esta ley.

Si renegásemos muchos, es probable que se produjese una corriente de opinión que terminaría adquiriendo relevancia política. Pero aunque no la tenga. En última instancia, hay un sano egoísmo en dejar escrito o dicho que uno se negó en redondo a pasar por el aro. Protestemos con todas nuestras (pocas) fuerzas. Amigos del futuro que os sentiréis estafados por este tiempo, sabed que algunos de nosotros fuimos preventivamente solidarios con vuestro dolor y vuestra frustración, y en la pequeña medida de nuestras posibilidades nos rebelamos. Ojalá pudiésemos haber hecho más. No hicimos menos.

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