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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Maternidad arbitral

El niño amado y mimado por el arbitraje español, el niño que interpreta con sobrada razón que los árbitros de fútbol, casi sin excepciones, son como unas madres para él, se llama Gavi

Actualizada 01:30

Hoy domingo, sólo –acentuado– por ser domingo, voy a escribir del amor maternal de la mayoría de los árbitros de la Primera División de fútbol. De los árbitros españoles, que la delicia materna de los ingleses o los alemanes no afectan a mi sensibilidad.

Un comentario previo. Siempre que las cámaras de televisión realzan un primer plano de los futbolistas durante el partido el futbolista está escupiendo. Le pregunté a don Alfredo Di Stéfano por esta porquería hace unos años. –No lo sé. Nosotros no escupíamos. Son unos guarros–. Recupero el instinto maternal.

Los árbitros españoles se caracterizan por el amor maternal que sienten por un futbolista. Ya se sabe que el amor mal entendido y experimentado puede oscurecerse de odio hacia los contrincantes del jugador amado. Cuando una madre quiere a un niño, al más pequeño y juguetón, sus travesuras le hacen mucha gracia y no las considera merecedoras de regaño, advertencia o castigo. El amor nos convierte en muy subjetivos. Escribió el humorista catalán Perich que, un día cualquiera de verano, él se hallaba tomando el sol en una playa, y que en su entorno corrían y jugaban unos niños ajenos a su amor. Y que, al correr cerca de su lugar, de su parcela toallera, interrumpían su tranquilidad manchándole de arena o golpeando su cabeza con la bola de tenis que se usa en las playas para jugar a las palas. Y que esos niños le irritaban hasta el punto de desearles lo peor. Pero en cambio, cuando era su hijo el que molestaba y corría alrededor de otros señores que tomaban el sol, y rebozaba de arena a los demás o se le escapaba la bola de tenis y ésta, inexorablemente, botaba en la cabeza de otro individuo, le hacía mucha gracia. Y la lógica imperaba: –Se demuestra que mi hijo es mucho más gracioso que los demás niños–.

La parcialidad, cuando el amor paterno o materno se impone, es tan natural como comprensible.

En el fútbol español hay niños –los futbolistas son como los niños–, siempre perseguidos y castigados por los árbitros –Vinicius, por poner un ejemplo–, y otros a los que le perdonan todo. Aquí nada tienen que ver los colores y las preferencias. El niño amado y mimado por el arbitraje español, el niño que interpreta con sobrada razón que los árbitros de fútbol, casi sin excepciones, son como unas madres para él, se llama Gavi y juega en el Fútbol Club Barcelona. Bueno, en verdad se llama Pablo Martín Páez Gavira, natural de los Palacios –Sevilla–, y para él no existe el reglamento. Por otra parte, es de los que más escupen cuando es sorprendido en un primer plano, pero eso lo hacen casi todos. A Vinicius, que en ocasiones es muy tonto, se la tienen jurada los árbitros. A Gavi, en cambio, todo se le perdona, aún siendo –desde la más estricta imparcialidad– el futbolista más sucio, violento y reincidente en sus suciedades y violencias de la Primera División. Quizá por su reducida estatura, quizá por su cara de niño, quizá por lo que los lectores se figuran, Gavi recibe de los árbitros, un partido detrás de otro, eso tan maravilloso que se entiende como el amor de madre de los llamados colegiados o trencillas. Y pega patadas, y puñetazos, e insulta a los adversarios, y cuando parece que, al fin, el árbitro acude hacia él para mostrarle la tarjeta roja, el árbitro se deshace de amor, y maternalmente le advierte: –Gavi, hijo mío, cálmate, porque si repites esa entrada cuatro o cinco veces más, no tendré más remedio que amonestarte. Ya sabes lo que te queremos todos, y lo que te habría querido Negreira de haber coincidido en la misma época, pero no me comprometas. Por el negrito no te preocupes porque a la mínima lo mando al vestuario. Pero me romperías el corazón si tuviera que sancionarte. Deja de dar patadas, puñetazos y de insultar a los contrarios. También las madres tenemos un límite, Gavi, hijo nuestro–.

Y me encanta escribirlo, porque nada hay más bonito que el amor materno.

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