Fuese, y no hubo nada
Sobre cuando Cervantes esgrimió su ironía para reírse suavemente de lo que resulta inútil por ser desproporcionado
Miguel de Cervantes, cima de la narrativa universal, probablemente habría dado la mano que le quedaba a cambio de haber perdurado en la memoria de la humanidad como poeta. Toda su vida cultivó el verso con tenacidad, maestría e ilusión. Su pieza lírica más recordada quizá sea el soneto «Al túmulo del Rey Felipe II en Sevilla», en especial por su irónico estrambote de cierre: «Y fuese, y no hubo nada».
El adusto emperador Felipe II murió en El Escorial el 13 de septiembre de 1598, a los 71 años. Sus dos últimos meses resultaron dolorosos, con gota, fiebres, artrosis e hidropesía. Cuentan algunas crónicas que el Rey, de fe profunda, reunió a sus hijos en la hora final para mostrarles en carne viva la lección bíblica del «Eclesiastés», que nos recuerda que sólo somos polvo en el viento: «He querido que os hallarais presente para que veáis en qué quedan los reinos y señoríos de este mundo».
La Corona impartió orden de que se honrase al difunto monarca con solemnes funerales en las principales ciudades españolas. Sevilla, por entonces la urbe más rica y pujante, se aprestó a darlo todo, con un asombroso túmulo funerario, aprobado por el Ayuntamiento hispalense diez días después del fallecimiento. Se instaló anexo a la catedral, tras su trascoro, y costó 52 días levantarlo. Los mejores arquitectos, pintores y escultores trabajaron en aquel asombro. No se escatimó en nada.
El monumento, un alarde de la más rebuscada imaginería barroca, constaba de tres cuerpos. El primero era de estilo dórico, con figuras de santos y alegorías. El segundo, de orden jónico, incluía cuatro pirámides, estatuas sobre la religión, la patria y la monarquía; y en el centro, una representación de la tumba. El tercero era de querencia corintia, con estatuas consagradas a las principales virtudes. Coronaba el portento sevillano un obelisco de cinco metros de altura, con un ave fénix a modo de remate. De noche todavía cautivaba más, con todo iluminado por 999 cirios, 349 antorchas y 6.144 velas. Lo nunca visto. Entre quienes habían contribuido al túmulo figuraba Cervantes, por entonces recaudador de impuestos en Sevilla (con unos meses en prisión el año anterior por ciertos despistes con la pasta). El poeta había escrito para el monumento doce quintanillas en loor a Felipe II, presentadas con letras de oro sobre unas cartelas.
El 26 de noviembre de 1598 se procedió a celebrar en la catedral el esperadísimo funeral, con la flor y nata de Sevilla. Pero aquello acabó convertido en un vociferante vodevil, cuyo eco llegaría al trono. Los asientos de los representantes de la Real Audiencia y de los señores oidores se cubrieron con unos paños negros. Un canónigo los conminó a retirarlos, por no ser acordes al ceremonial. Hicieron caso omiso y se sentaron sobre ellos, lo que provocó el enojo del alguacil de la Inquisición. El debate se fue calentando y el presidente de la Audiencia ordenó detener al alguacil. Entró entonces en acción el secretario de la Inquisición, que a voz en grito declaró excomulgados a los que asentaban sus respetables posaderas sobre los polémicos paños. El follón se extendió por todo el templo y las calles adyacentes. Intervino entonces el arzobispo, decretando que la Inquisición carecía de autoridad dentro de la catedral. El jaleo acabó muy a la española: con los munícipes encerrados pidiendo unas buenas viandas para entretener el día.
Las partes contendientes elevaron sus quejas al flamante rey Felipe III, que un mes después emitió una decisión salomónica: suspenderlos a todos, ordenándoles además celebrar un nuevo funeral el 30 de diciembre.
La historia resultó tan sonrojante que aquel túmulo, que iba a ensalzar durante lustros la gloria de Felipe II, fue desguazado y sus maravillas vendidas en subasta. Y es ahí donde un crítico Cervantes escribe su soneto «Al túmulo del Rey Felipe II». Arranca el poema con una frase admirada que pronuncia un soldado al ver el monumento: «Voto a Dios que me espanta esta grandeza y que diera un doblón por describidla». Tanto luce el túmulo, que el poeta señala con ironía que Felipe II podría «haber dejado la gloria donde habita eternamente por gozar de este sitio». El soneto se cierra con el famosísimo estrambote socarrón de Cervantes, que denuncia cómo acabó tan grandioso montaje. El poeta expresa su decepción moral sirviéndose de un vivales, «un valentón», que tras pasar ante el túmulo «caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, y fuese. Y no hubo nada». Con esa fórmula, y haciendo gala de un suave sentido del humor, Cervantes señala que el famoso monumento funerario, que iba a ser la madre de todos los pasmos, acabó en la futilidad, vendido en lotes y olvidado.
(PD: Con lectores de la calidad de los de El Debate huelga añadir que lo anterior es mi comentario sobre la moción de censura de Tamames. «Fuese, y no hubo nada». Faltan 68 días para las municipales y autonómicas y nueve meses para las elecciones generales. Así que este ameno pasatiempo dormitará en unos días en el olvido de lo intrascendente).