El consentimiento
De lo que se trata es de averiguar a qué estamos llamados porque, respondiendo a esto, no solo haremos lo correcto, sino que haciéndolo, nuestro corazón será recompensado con el gozo de quien vive ordenado al fin para el que fue creado
El acusado de violar y asesinar al niño de Lardero dice recordarlo todo como una «nube» y alega que el pequeño Álex, de nueve años, actuó «voluntariamente».
No dejaré escrito lo que haría yo con tipos que se dedican a robar de modo tan vil la inocencia de los niños. Me lloverían palos de izquierda a derecha. Pero el lector se lo puede imaginar. Por el correctivo aplicado a un criminal, uno descubre el valor que la sociedad da a la vida humana, en este caso la de un niño de nueve años. Y la nuestra, está claro que le da muy poco.
En cualquier caso hoy vengo a hablar de otra cosa: del consentimiento. Y es que el paso natural, aceptado todo tipo de prácticas demenciales que atentan, no solo contra el buen gusto y las buenas costumbres, sino también contra la mismísima ley natural, es que lo de este niño pronto deje de ser un caso anecdótico que nos escandaliza para convertirse en algo común que se normalice.
Hace un tiempo, muy acertadamente, el ya caído en desgracia obispo Novell dijo en una entrevista en la radio que si lo que legitimaba y hacía bueno que dos varones mantuvieran una relación sexoafectiva (palabro que se ha puesto de moda a raíz de los periplos de un policía en tierras catalanas) era el consentimiento, ¿qué impedía que hicieran lo propio un padre con su hija? ¿O dos hermanos?
Si construimos la moralidad de los actos a partir del consentimiento, el precipicio que nos espera al final del camino es demasiado alto para sobrevivir a la caída. Tampoco podemos construir sobre la edad de los consentidores, porque aunque pueda parecer más sólido, el final es parecido.
Quizá de lo que se trata es de averiguar a qué estamos llamados porque, respondiendo a esto, no solo haremos lo correcto, sino que haciéndolo, nuestro corazón será recompensado con el gozo de quien vive ordenado al fin para el que fue creado.
Claro que, si negamos que existe una naturaleza y un fin, lo normal es que todo se construya en base a ese consentimiento (que por otro lado todo el mundo tiene claro que ha de darse).
Y entiendo que lo fácil es abandonarnos a este criterio del consentimiento que el mundo nos repite hasta la saciedad, pero escoger el camino difícil y pensar sobre qué sustentamos la moralidad de nuestros actos sería mejor. Mejor para los niños que llegan a un mundo que ha hecho de la degeneración virtud, y mejor también para los adultos confundidos a quienes, en lugar de acompañar en ese redescubrimiento de la propia naturaleza, se los empuja hacia ese precipicio bajo el que se acumulan cada vez más cadáveres sacrificados en el altar del consentimiento y la libertad sexual.
Hace años estalló una polémica en Cataluña a raíz de que una consejera distribuía material pornográfico en los colegios so capa de educación sexual. En los vídeos, un señor ya mayorcito, enseñaba a un niño, todavía sin pelo en sus partes, a masturbarse. García Serrano definió bastante bien en el fondo, aunque con un enfado considerable y más que comprensible, lo que era esa señora, y fue brutalmente juzgado por la prensa y la clase política. Todos le saltaron a la yugular para limpiar así la propia imagen.
Tiempo después el veneno se extendió a otras regiones de España. Y ahora algunos se llevan las manos a la cabeza cuando pasan cosas como las de Lardero. Si hace diez años, más padres cabreados hubieran estado dispuestos a no transigir con tamañas aberraciones, puede que ahora (y en el futuro más todavía) no tuviéramos que lamentar todas estas cosas. Pues eso se habría parecido más a una buena educación sexual que la depravación de la consejera Geli, que albergaba ya en el fondo el veneno del consentimiento que ahora lo infesta todo.