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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Destreza

Los tres grandes seductores masculinos son, por este orden, el poder económico, el poder político y el poder social

Actualizada 01:30

La Fiscalía, que actualmente actúa a las órdenes de un individuo bastante raro que encontró Pedro Sánchez en esas nubes que sobrevuela con su avioncito, ha dado el paso definitivo para que la sociedad española ingrese en el siglo XXIII. De golpe, sin aguardar el término del XXI y el supuesto turno del XXII. El hallazgo depende de la destreza del hombre en la seducción de la mujer. Una majadería, por cuanto la Fiscalía ignora que el hombre, aunque se lo haya creído, jamás ha seducido a una mujer. Es la mujer la que emite las claves para que el hombre con capacidad de interpretarlas, considere que ha recibido el permiso de la seducción. El gran seductor de nuestra literatura es don Juan Tenorio. Para seducir a doña Ana de Pantoja necesitó de la gracia y soltura italiana de Ciutti, su criado, y para desmoronar la resistencia de doña Inés tuvo que sobornar a Brígida, su dueña y alcahueta, y probablemente a la superiora del convento en el que don Gonzalo de Ulloa había internado a su hija. Claro que hay excepciones. John Wayne, Gary Cooper, Gregory Peck y James Stewart podían seducir con un golpe de aparición inesperada. Y los multimillonarios no necesitan poseer una maestría en el arte de la seducción. Ahí tienen a Ecclestone, el de la Fórmula Uno. Cuando cumpla 143 años seguirá seduciendo a jovencitas de 20, porque el dinero, y no el hombre, es el gran seductor. Nada como una cuenta corriente estratosférica, para ser diestro en la seducción de una mujer con ansias de prosperar socialmente.

Para la Fiscalía resultará punible el acoso y la insistencia del hombre que «no sepa explorar» la voluntad de la mujer, y podrá ser declarado culpable si la Fiscalía entiende que hay falta de destreza en la seducción. Doy gracias a Dios por haberse llevado en plena juventud a mi amigo Wenceslao –Vences– Columbás del Solanot, el más enamoradizo y torpe de los seductores de mis años juveniles. «A ésa la tengo en el bote», decía Vences señalando a la más atractiva donostiarra en la terraza del Bar Pepe de Zumalacárregui. «A por ella, Vences», le animábamos. Y el seductor se incorporaba, se sentaba sin su permiso en la mesa de ella, le decía cosas, y no más tarde de dos minutos, le soltaba un sopapo. «Aunque me haya pegado, se trata de una estrategia. La tengo en el bote». Era un seductor con la moral en las alturas. Una tarde, invitó a dar una vuelta en la Montaña Suiza –Montaña Rusa estaba prohibido– del Monte Igueldo a una francesa despistada. Después de la última cuesta había un túnel, y aprovechando la oscuridad, Vences intentó «explorar la voluntad» de la francesa con un beso robado. Sin destreza. Esta vez no fue un sopapo, sino un puñetazo en la boca lo que se llevó Vences, al cual transportamos sus amigos a la consulta del gran dentista Gastón Nogués para que le arreglara la dentadura. Le costó un dineral comprender que había demostrado poca destreza en la seducción y que su exploración de la voluntad de la mujer dejó mucho que desear. Pero todavía no era delito ser un torpe.

Los tres grandes seductores masculinos son, por este orden, el poder económico, el poder político y el poder social. Me atrevo a insinuar que si Pablo Iglesias fuera un honesto, cumplidor y eficiente representante de bolsas de pipas en cualquier provincia española, Irene Montero no habría reparado en su extraordinario atractivo personal. Porque es la mujer, mucho más lista que el hombre, la que ha seducido siempre. El hombre se limita a seguir sus pasos y sus órdenes habladas, calladas o gestuales.

Claro, que hay excepciones milagrosas. También en mis tiempos juveniles, conocí a un joven que sí sabía explorar la voluntad de las mujeres, y demostró heroica destreza en la seducción. Y escribo que constituyó una excepción milagrosa, porque era muy feo, con unas orejas de soplillo de tamaño alarmante, larga nariz y ojos achinados. En Madrid era conocido por el «Temblor de Velázquez», refiriéndose a la calle donde habitaba. Y en San Sebastián, el «Tiburón de Ondarreta».

Omito y oculto su identidad porque no deseo ir a la cárcel.

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