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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Dragó, mitólogo

Una nueva Edad Media viene de camino. Más iletrada, más tenaz de cuanto hayamos conocido. Quiero soñar –aunque, la verdad, no logre creérmelo– que un día, pasados siglos o milenios, alguien sobre la tierra volverá a leer. Se dejará llevar por el entusiasmo de aquella Historia mágica de España

Actualizada 01:30

Hablamos sobre Patmos, la última vez. Hace de esto cuatro o cinco meses. En un bar de la calle del Pez madrileña. Habló el, sobre todo. Largamente. Desmenuzó su viaje hasta la recóndita gruta de una poco accesible isla griega, en donde el Apóstol Juan había escrito su enigmático Apocalipsis. Julio Tovar, Emma Nogueiro y yo presenciábamos, más que escuchábamos, el relato de aquello que –como siempre en Dragó– era vida por haber sido primero literatura y para volver de nuevo a serlo. Hay quienes –muchos en estos días– repiten, como si dijeran algo, que los libros de Fernando Sánchez Dragó tienen una fuerte «carga autobiográfica». Es un trivial malentendido. La vida de Fernando Sánchez Dragó tiene una más que fuerte carga autoliteraria: esfuerzo empecinado por hacer de lo leído realidad, configuración de escenas en las cuales hacer reverberar lo poético, que sólo se aprende en los libros. Muy pocas vidas consuman el privilegio de ser espejo de la literatura. Lo primero en esta vida es leer. Lo demás, si hay suerte, se te dará por añadidura. Vivir es el lujo que sólo la acumulación de infinitas lecturas concede. Algunas veces.

Sánchez Dragó pertenece a una generación de lectores voraces. Aquella en cuya niñez no hubo más oxígeno que el que dosificaba el libro abierto: cualquier libro. En el tedio de una España que vivía sus tiempos más ásperos, nada podía salvar del prematuro hastío a un niño que no fuera la lectura. Dragó ha contado repetidas veces esa pasión desenfrenada, casi enferma, por los libros, que lo poseyó desde sus más lejanos recuerdos de infancia. Y es ésa una experiencia compartida. Para el niño nacido en 1936 que él fue, igual que para el que vino al mundo en el cincuenta como es mi caso, nada era comparable al esplendor de la letra impresa. No había diversión que pudiera ni soñar con acercarse al infinito mundo que emergía en las novelas de Salgari, de Scott, de Stvenson… Nada de cuanto maquináramos perpetrar rozaba ni de lejos los magnificentes disparates del gran Guillermo Brown de Crompton. De Homero, ya ni hablo. En los años cuarenta él, como yo en los cincuenta, los libros sugerían un infinito que nos estaba prometido; un infinito a cuya posesión nos juramentamos para no renunciar nunca. Era la «vida de dioses» que invocaba un neoplatónico renacentista. Era la vida a secas. Lo otro, aquello a lo que otros llamaban vida, no era más que hojarasca.

Eso hace necesariamente, de quien antes de haber vivido sueña haberlo leído ya todo, un devoto contador de historias. Los griegos llaman a eso un «mitólogo»: el que narra las comunes ensoñaciones de la tribu. Y Platón pone esa figura en lo más alto de la polis griega: porque incluso el filósofo podrá sólo desenredar sus tenues telarañas de conceptos, allá donde el relato –al cual llaman los griegos «mythos»– ha situado ya a hombres, cosas y maravillas en sus lugares y sentidos propios. El filó-sofo es un amante de esos «mitos», en la intimidad de cuyos repliegues está la verdad más honda de la lengua. De los hombres, por tanto.

Y el que, en 1978, emerge con Gargoris y Habidis es un narrador de arcanos mitos patrios que aspira a recobrar la voz de una España huérfana. Pudo lograrlo. Pero, tras el fulgor del decenio siguiente, todo retornaría al orden. Con el cambio de siglo, nos aguardaba una sociedad alambicadamente analfabeta. Ésta, en la cual los narrativos mitos son imposibles. Dragó se fue encerrando en su biblioteca. Todos lo hicimos. Una nueva Edad Media viene de camino. Más iletrada, más tenaz de cuanto hayamos conocido. Quiero soñar –aunque, la verdad, no logre creérmelo– que un día, pasados siglos o milenios, alguien sobre la tierra volverá a leer. Se dejará llevar por el entusiasmo de aquella Historia mágica de España. O entretendrá su tiempo conversando sobre el perdido anacoreta que escribía en Patmos un poema enigmático: «tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré, y era en mi paladar dulce como la miel y amargo en mis entrañas».

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