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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Lo que va de Tamames a Belarra

¡No la «sacan guapa»! ¡Pobre Ione! Muchas cosas habíamos visto. Pero un bochorno así era excesivo. Incluso para nuestra tan abochornarte política

Actualizada 01:30

Hace tres días, entrevistada por la muy acariciante Radio Nacional de España, la «ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030» desvelaba la clave de una secreta conspiración golpista contra su Gobierno, que es, más bien, un golpe de Estado dentro de su Gobierno y aun dentro de su secta. Palabra de Ione Belarra: «Nunca me sacan guapa en las fotos». ¡Alarma antifascista!

Ése fue el preciso instante en el cual mis dudas sobre la moción de censura de Tamames contra el patio de recreo de la Carrera de San Jerónimo se disiparon. Confieso que he sido lento en entenderlo. Pero, tras la revelación de la ministra Belarra, no me quedan ya dudas: en el reino del guapo primer ministro, no salir como salía Marlene Dietrich en las fotos de von Sternberg es, no hay duda, estar siendo el objeto de una conspiración, más que fascista, diabólica. Que un nonagenario feo se haya atrevido a llamar idiotas a los del cantarín coro de criaturas en torno a un doctor cum fraude, es una ofensa mucho más que odiosa.

Fue ambigua, sin embargo, mi primera sensación ante aquel espectáculo del sabio en el zoológico. Lo que Tamames contemplaba ante sí, en aquel extraño pleno del Congreso, tenía que desconcertarlo. Y que desconcertarnos a todos. Una asamblea de infantes, ayunos de toda literatura y aun de toda sintaxis: a eso se reducía todo. Y en ese todo se apocopaba la historia reciente de nuestro país, de nuestro pobre país. Y sí, nunca en este medio siglo fue demasiado ilustrado nuestro Parlamento, es cierto. Pero hasta un par de caraduras como González y Guerra parecerían Aristóteles frente al revuelto parvulario, al cual tuvo que enfrentarse –y ante el cual hubo de contener la risa– el jubilado catedrático de la Complutense.

Presidía el batiburrillo un doctor plagiario, que traía de casa, ya mecanografiadas, las respuestas que su interpelante aún no le había formulado. Claro que, para robar esas preguntas, ya estaban los servicios de seguridad del Estado. Y, para responderlas, la batahola de asesores con sueldo prominente. Traca final: una señora hilarantemente disfrazada de modelo de pasarela nupcial pasada de kilos, de cuya vicepresidencia «salen leyes chulísimas» por todas partes, desbarró, entre amorosa y «cuqui», durante treinta minutos.

El profesor se rio de ambos. Silenciosa y amargamente, por supuesto. Que es como se ríen las personas educadas. No podía hacer otra cosa. El que con niños discute merece condenación eterna. Por eso, Tamames no discutió: no se pierde así el tiempo con tipos a los que hubieras suspendido ad aeternum en el más elemental examen de primero de carrera. O, más bien, seamos justos, en el de entrada al kindergarten.

El efecto –tal vez no nos dimos plena cuenta entonces, de puro bestia que resultaba– fue devastador. El rey estaba bastante peor que desnudo: era un asco, un asco en el límite mismo de lo vomitivo. Un asco tan solo superado por aquella virreinona chupi, venga de hacer y decir «cosas chulísimas» sin que del áureo casco de laca bien teñido se le soltase un rizo.

Un mes después, la resonancia de aquello se revela devastadora. Aun para el menos entusiasta de la política: yo, por ejemplo. Bastó poner la mirada de un adulto delante, para que todo el invento del actual parlamento español exhibiese su insoportable ridículo: el de una pandi de menores de edad mental, que han legislado los más descacharrantes disparates que quepan en una comedia extrema de los Monty Python, al servicio de un jefe sin escrúpulos.

¡No la «sacan guapa»! ¡Pobre Ione! Muchas cosas habíamos visto. Pero un bochorno así era excesivo. Incluso para nuestra tan abochornarte política. Es duro reconocer que lo que habíamos llamado democracia se culminaba en estafa: fraude que regocija a infantes malcriados. No es el poder, idiotas. Es la fotografía.

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