OTAN global
Macron no es el primer presidente francés que tiene la virtud de irritar a sus «iguales» europeos hasta el punto de hacer el juego a la diplomacia norteamericana.
Uno de los temas recurrentes durante las administraciones de Clinton y Bush fue el de si la OTAN debía asumir un papel global. Sin la Unión Soviética y en un entorno crecientemente globalizado, ¿qué sentido tenía mantener la limitación geográfica establecida en el momento constituyente? Los ataques terroristas del 11-S y la consiguiente invasión de Afganistán animaron el debate. Por primera vez la OTAN actuaba militarmente y lo hacía en el Hindukush. Si los problemas se hallaban fuera de nuestras fronteras tal vez convendría no sólo asumir nuevas misiones sino también considerar nuevos aliados.
Con el paso del tiempo y debido a distintas causas el debate se fue enfriando. Las invasiones de Afganistán e Irak acabaron mal, al no ser capaces Estados Unidos y sus aliados europeos de mantener una estrategia a largo plazo. La paciencia estratégica es una virtud que perdimos hace tiempo, lo que nos hace extraordinariamente vulnerables. La errónea conclusión extraída fue que había que evitar aventuras de incierto final, cuando en realidad el problema estaba en nosotros. Además, Estados Unidos entró en un nuevo ciclo político. Tanto la Administración Obama como la Trump optaron por el retraimiento. El debate ya no era si la OTAN debía ser global sino si tenía algún sentido mantenerla. La Alianza Atlántica era un elemento característico de los años de la Guerra Fría, un tiempo ya superado. Los estados miembros tenían un comportamiento escasamente fiable, por lo que para muchos dirigentes y analistas a la otra orilla del Atlántico lo más sensato era arrumbar a la OTAN en el almacén de los trastos viejos.
Con la invasión rusa de Ucrania los europeos, ante su pública incapacidad e irresponsabilidad a la hora de gestionar los asuntos relativos a su propia seguridad, redescubrieron la necesidad de contar con el paraguas norteamericano. La Administración Biden aprovechó la situación para tratar de revitalizar la vieja organización, que el presidente Macron había considerado se encontraba en «muerte cerebral». Los norteamericanos exigieron que en el nuevo documento de estrategia se hiciera referencia a China, que finalmente fue catalogada como «reto sistémico» y fueron invitados a la cumbre de Madrid dirigentes de estados del espacio Indo-Pacífico, que tenían en común su preocupación por el papel crecientemente amenazante del gobierno de Pekín. El mensaje de la Administración Biden era bastante claro: estaban dispuestos a volver a apostar por la Alianza Atlántica siempre y cuando se abriera a la agenda global y, muy especialmente, a la contención de China.
El comunicado conjunto firmado por Putin y Xi en febrero del año pasado apuntaba en la misma dirección al vincular las crisis de Ucrania y Taiwán en el marco de un rechazo conjunto al orden liberal, entendido como un mecanismo dirigido a imponer la hegemonía occidental. No había crisis locales sino sólo un conflicto global entre dos concepciones.
Desde entonces hemos asistido a una secuencia contradictoria de acontecimientos. Mientras desde Bruselas los responsables de la Comisión Europea tratan de establecer un discurso coherente, algunos dignatarios, en concreto Scholz y Macron, se han pronunciado en un sentido distinto, defendiendo sus intereses nacionales y apostando por un ejercicio de equidistancia entre Estados Unidos y China. No están solos. Son muchos en el Viejo Continente los que no acaban de aceptar la idea de alinearse con Estados Unidos frente a China y ello por varias razones: el comportamiento errático de los norteamericanos, la actitud en exceso retórica de sus representantes, los intereses económicos europeos y la posición distante de buena parte de los estados de la región. Todo ello invita a la prudencia.
Las recientes declaraciones de Macron, rechazando la posibilidad de que Europa caiga en la trampa de Taiwán, han reavivado el debate sobre el sentido de la Alianza. Macron no es el primer presidente francés que tiene la virtud de irritar a sus «iguales» europeos hasta el punto de hacer el juego a la diplomacia norteamericana. Desde luego son muchos los dirigentes indignados por las frívolas e incoherentes declaraciones del francés, cuando la seguridad europea depende del compromiso norteamericano, cuando China no tiene reparos en dar cobertura a su aliado ruso y cuando la Comisión Europea está alertándonos de los problemas que China plantea para nuestra seguridad.
La cuestión de fondo continúa siendo la misma ¿Tiene sentido para Estados Unidos una Alianza Atlántica limitada a su marco geográfico original? Podríamos avanzar algo más ¿Tiene sentido para ellos mantener estos aliados? Si yo fuera estadounidense tendría muy clara la respuesta a ambos interrogantes: no.