Un marinero muerto
La gente del mar es como José Ángel Sampedro, un patrón anónimo que resume sin embargo los misterios de la vida
Le debía estas líneas a José Ángel, a su familia y a sus incontables amigos de Aguiño, desde hace tiempo. El pasado 27 de enero, mientras faenaba en aguas de Irlanda como tantas veces, tantos años, recibió una llamada de su mujer, Maricarmen.
La vida en el mar es así: durante meses es fácil sentirse como el marino de El corazón de las tinieblas, buscando un botín incierto cada vez más lejos de la tierra, a la que te acercan de nuevo esos breves contactos con una voz querida, algo metálica pero irresistiblemente humana.
José Ángel colgó, sin saber que sería su última llamada. Según cuenta La Voz de Galicia, minutos después se sintió indispuesto y su corazón, moldeado con salitre, se rompió en la cubierta del barco, como el de un actor de teatro que muere en el escenario con las botas puestas y una última frase pendiente en la boca.
Ni su nombre ni su apellido, Sampedro, le dirán gran cosa a quienes no le conocían ni disfrutaban, cuando volvía a casa, de su charla tranquila y sabia que a algunos, de secano, nos permitió conocer los secretos de uno de los oficios más duros y desconocidos del mundo. La gente del mar se quita importancia y espanta, cuando pisa tierra firme, los fantasmas y monstruos con mil caras que los acompañan en las travesías.
He escuchado a patrones contando, con pudor, cómo era cazar una ballena, cuál fue la ola más grande que vio en el Gran Sol, qué se sentía, en la oscuridad del océano, cuando la tormenta arreciaba y el pescado huía o cuál era la última imagen que les asaltaba cuando sufrían un abordaje pirata y se iniciaba otra larga marea negra de secuestro en un país africano con la misma concepción de los derechos humanos que en una guerra remota en el siglo XIX.
Todos ellos salen, aunque no lo sepan, en El espejo del mar, de Conrad, un homenaje «al mar imperecedero, a los barcos que ya no existen y a los hombres sencillos cuyo tiempo ya ha pasado». Y a todos ellos les une esa misma humildad que nos hace aún más pequeños al resto.
Me enteré de la muerte de José Ángel por Luis, 25 años después de conocerle en la tasca El Cruce, el puerto seco de Aguiño donde todos atracamos para ver pasar la vida y escuchar conversaciones mágicas entre la patrona, Esperanza, y percebeiros de Ribeira, conserveros de Couso, mineros del Bierzo, redeiras de Carreira, naseiros de Castiñeiras y vulgares espectadores rendidos por tanta lección magistral de vida expuesta con tanta discreción.
José Ángel Sampedro, de 51 años, encendía un cigarro, pedía un café, miraba con ojos oscuros al horizonte y ponía el cronómetro en marcha para descontar el tiempo hasta la próxima marea, deslizando secretos sobre caladeros, tripulaciones, artes de pesca y meteorología con un saber enciclopédico y un pudor injustificado.
«No lo mató el mar y lo mató un infarto», dice su viuda, madre de sus dos hijos. Pero cada marea devolverá su nombre, y con el suyo, el de tantos hombres anónimos que cruzaron dos mundos y se quedan, eternos, mirándonos a todos en la línea invisible que separa y junta a ambos. Si miran ustedes al mar sin prisas, los verán a todos sonriendo para siempre.