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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Okupas, irse a la Moncloa

La degradación de la democracia española ya incluye culparle a quien tenga pisos del infortunio de quien no los tiene

Actualizada 01:30

Solo hay dos tipos de okupas: los que merecen una alternativa ofrecida por el Estado y los que merecen ser echados a patadas, encerrados en un calabozo y sentados en un banquillo. No hay una tercera vía. No existe el okupa bueno, el okupa vulnerable, el okupa justiciero o el okupa pacífico.

Sí existen las familias necesitadas que, ante el fracaso estrepitoso de la Administración en darles una de las miles de «alternativas habitacionales» que podrían haberse construido con el saqueo fiscal, dedicado a imbecilidades, chiringuitos y canonjías impresentables, se ven obligados a invadir una propiedad ajena para no vivir, con sus niños, como perros abandonados en las calles.

Pero hasta en esos casos, los derechos del propietario no son menores y sus obligaciones no son mayores: el piso que les falta a unos no es culpa del que les sobra a otros, y aceptar esa barbaridad envenenada es el primer paso para que, en lugar de haber menos pobres, solo se consiga que haya menos ricos.

El Gobierno va a aprobar una Ley de Vivienda que, además de inútil, es chavista y consagra el principio de que, en determinadas circunstancias, la propiedad privada deja de serlo: un indicio sangrante de la degradación de la democracia, que deja de serlo cuando profana, en nombre de cualquier causa por justa que parezca, el sagrado santuario de los bienes propios.

Es el 'sí es sí' de la vivienda, que parte, como en la ley de Montero, de la presunción de culpabilidad del propietario para victimizar al agresor y denigrar a la verdadera víctima, tratada como un terrateniente sin escrúpulos cuya riqueza merece ser expropiada.

En pandemia ya se legalizó la ocupación «sin violencia», un oxímoron indecente: entrar en casa ajena, hablando de usted o con machetes, es violento por definición, sin excepción alguna que conculque una regla dictada por el sentido común más elemental.

Ahora se legaliza del todo, obligando al dueño a demostrar los excesos del invasor, en lugar de poniendo a éste de patitas en la calle, en cinco minutos, si no es capaz de mostrar un título de propiedad o de alquiler al corriente de pago.

La dureza con el propietario, similar a la de Montero con el hombre por el mero hecho de serlo, contrasta así con la tibieza con el asaltante o el violador, indultados temporalmente con el más variopinto catálogo de excusas infumables que alteran el orden natural de una sociedad civilizada.

Aquí un pederasta sale dos años antes de prisión pero un chaval puede acabar en el calabozo por una denuncia sin otra prueba que el testimonio verbal de una ofendida.

Y en la misma línea, un caradura puede pegarle una patada a la puerta de tu casa, montar allí un narcopiso, un prostíbulo o un piso patera mientras el dueño, sollozando, ve cómo el esfuerzo de su vida se convierte en el tumor que quizá en breve infecte a todo su barrio.

Sólo hablan bien de los okupas quienes creen que jamás les pasará a ellos. Porque cuando tienen ese temor, como los Marqueses de Galapagar, bien que piden un cordón policial y órdenes de alejamiento, no sea que alguien se tome al pie de la letra sus leyes y proceda a instalarse en su mansión.

Se entiende mal que, con lo grande que es la Moncloa, no esté llena de vulnerables con tanta cara y tanta espalda como el inquilino del lugar, a punto del desahucio, pero dispuesto a hacerse el vulnerable para que no lo saquen de allí ni con agua caliente.

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