Huir de la política
Estos que cíclicamente enarbolan el universal «deber ciudadano» de «participar» en lo que llaman política, mienten sólo en beneficio de su sueldo
«Necesario es liberarse a uno mismo de las rutinas cotidianas y de la política». No hay duda, para mí, de que, entre los grandes clásicos del pensar griego, Epicuro nos es el más íntimo. Quizá porque le tocó vivir el ocaso de la ciudad (en griego, polis) clásica. Quien pasea hoy por las ruinas del Ágora ateniense lo entiende de inmediato: en un espacio tan reducido, una aldea mediana apenas, la distinción entre virtudes públicas y privadas era inútil artificio.
Aristóteles –su contemporáneo en esos años que ven al proyecto imperial de Alejandro demoler la mesura aldeana– se dejará aún llevar por la añoranza de aquella «ciudadanía» (eso significa «política») de los dorados tiempos en los cuales «el bien», «lo justo» y «la felicidad» eran tres sinónimos de ese modo de ser en el que a todos los ciudadanos de pleno derecho –que, por supuesto, eran sólo una parte de los habitantes locales– concernían las actividades públicas: las administrativas como las militares. De ahí la conclusión en su Ética para Nicómaco: el buen funcionamiento del dispositivo ciudadano (y, si se quiere seguir traduciendo mal, «político») es garantía, no ya del bien de todos y cada uno, sino de su «bien supremo». Y el Sócrates que, en el Critón platónico, antes prefiere ser ejecutado que violar las leyes, sabe eso: que ley y lenguaje son en la ciudad lo mismo. Que perderlas es perderse. Del modo más deshonroso.
Las sociedades en las cuales nosotros habitamos trocaron en obsceno lo que fue un día noble. Y «política» que era, sin más «condición ciudadana», da hoy un vago eco respetable a lo que no es ahora otra cosa que específica artesanía de la dominación; del beneficio, por tanto, de los pocos sobre los muchos: una oligarquía que cabalga a lomos de inanes ciudadanos.
Así, estos que cíclicamente enarbolan el universal «deber ciudadano» de «participar» en lo que llaman política, mienten sólo en beneficio de su sueldo. Con un descaro que les está permitido por su universal control de los grandes medios que dictan despóticamente lo que es irrisoriamente llamado opinión pública: «obedeced, acudid a las urnas cuando así se os diga, después abandonadlo todo en manos de los que cobramos por ello».
Debería darnos risa que a ese despotismo primario llamen «política» nuestras sociedades: «democracia», incluso. Pero hemos sido descerebrados demasiado a fondo para ni siquiera darnos cuenta ya del envilecimiento del lenguaje que hoy nos convierte en esclavos. Todo es Estado: clanes, mafias, partidas, partidos… Nada, ciudadanía: nada política, pues. Epicuro fue el primero en entenderlo. Y el más inapelable: «¡Huye, hombre sabio, a toda vela, del prejuicio!» Huye de esta horrenda burla a la que llaman «política».