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Pecados capitalesMayte Alcaraz

La memoria de los que ya no recuerdan

Jack Nicholson y Bruce Willis han pasado a la oscuridad del olvido. Ambos ya no recuerdan que un día lo fueron todo desde la fábrica de sueños de Hollywood

Actualizada 10:03

Cuando vas cumpliendo años, obligado es que sientas las pérdidas cercanas como muertes propias y el olvido de los demás como tu propia desmemoria. Ocurre cuando enferma un familiar, un amigo, cuando desaparece una abuela que te contaba la historia de la familia o cuando a un compañero le diagnostican una dolencia incurable. Pero también hay jirones de ti que se van quedando cuando aquellos a los que admiras, con los que soñabas en una sala de cine armado con una rebosante bolsa de palomitas, los que te hacían tararear sus canciones desde la casette del coche de tu padre, ya no recuerdan que una vez a ti y a millones como tú, hicieron felices.

Jack Nicholson y Bruce Willis han pasado a la oscuridad del olvido. Ambos ya no recuerdan que un día lo fueron todo desde la fábrica de sueños de Hollywood. Que Nicholson firmó con su alegato como el coronel Jessup Nathan en Algunos hombres buenos, la más profunda verdad sobre la hipocresía de la sociedad occidental que, en palabras del militar americano, nos levantamos y acostamos bajo el manto de la libertad que personas como él nos procuran y luego cuestionamos cómo lo hacen. Tampoco recuerda Willis que en Lágrimas del sol nos conmovió a lo Blade Runner, cuando el cine abordaba con maestría el mundo de los sentimientos humanos, a veces más puros en los replicantes que en los hombres, con ese profundo final: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais… todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir».

Los científicos, que no tienen soluciones ni para Willis ni para Nicholson ni para los demás enfermos, advierten desde hace años de que el Alzheimer o las demencias seniles son ya la nueva plaga de la humanidad y no hay nadie en la esfera pública que repare en ello. Ahora, que estamos en tiempo de tómbolas políticas en España, con ofertas, contraofertas y malas copias de propuestas de unos partidos a otros, viviendas por aquí, avales por allá, no he escuchado reclamar esfuerzos y energías para combatir la enfermedad del olvido, que azota en el mundo a más de 44 millones de personas y solo en España a 800.000 compatriotas y serán el doble en veinte años. Nadie habla de los cuidados de estas personas sin memoria, de los paliativos que requieren en los últimos tiempos de su vida, de la investigación y de su carácter de epidemia estructural y silenciosa pero implacable, con una ausencia casi absoluta de tratamientos efectivos.

La letal pirámide demográfica que soportamos, el progresivo envejecimiento de la población (España es el segundo país con más esperanza de vida del mundo y con una caída en la tasa de nacimientos brutal) nos deberían alertar sobre la necesidad de afrontar los desafíos que nos esperan a la vuelta del calendario: residencias, cuidados paliativos, enfermedades crónicas dolorosas, tejidos familiares rotos... Sin embargo, ni en la agenda pública ni en las reivindicaciones de la ciudadana tienen cabida. Salvo cuando un familiar empieza a olvidarse de nuestro nombre o cuando nuestros ídolos, aquellos por los que suspiramos hace bien poco, nos convierten en la única memoria de lo que un día fueron. Nos creemos eternos, nuevos dioses, somos soberbios, hemos abandonado la trascendencia, alquilamos vientres para engendrar a nuestros hijos, seleccionamos los fetos que queremos que vivan y los que no, decidimos qué enfermo o viejo debe morir aplicándole una inyección, invertimos millonadas en inteligencia artificial, pero hemos olvidado la insoportable levedad del ser. Y de su memoria.

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