Gente peligrosa
Nada espero de los otros partidos. Pero sé que esta gente es peligrosa. Demasiado peligrosa como para reírnos sólo de ella
Sopesando la grandeza trágica de Racine, Paul Valéry acuña esta regla de oro, que separa la grandeza del ridículo: «En las más altas emociones, respetar los subjuntivos». Eso separa, en literatura, a Sófocles de un muñidor de folletines. Eso debería imponer, ante los electores, la barrera infranqueable entre un político –en mayor o menor estado de decencia– y uno de esos zarrapastrosos espirituales que a sí mismos se dieron nombre de «populistas». La política no va de «emociones», va de sintaxis bien hecha. O bien, se queda en un folletín que enmascara los peores saqueos. «Sintaxis»: palabra griega que designaba la formación de las tropas que van a entrar en combate.
No es que roben éstos más que los otros. Roban todos. Y la única graduación de su robo es el nivel de impunidad en que hayan llegado a instalarse. Los súbitos enriquecimientos de Bono o de Iglesias no son entre sí tan distintos. Ni el de González lo es del de Montero. La cifra del beneficio la dan los años de los que se gozó para blindar la impunidad del cargo. Eso es todo. Trazar fronteras morales entre políticos en función de su tendencia natural a acumular patrimonio es peor que imbécil: es ingenuo. De la ingenuidad a la servidumbre hay menos de un paso.
No. La sola diferencia hoy constatable, entre las simétricas alas que se disputan el voto, se sitúa en otro campo. Hasta hace muy poco exento de este fango asqueroso que es la política. Pero ese territorio es el más sagrado –debería serlo– para un ciudadano que se diga libre. Se llama vida privada. Hasta en las tempestades más sangrientas, los padres de la revolución burguesa postularon, como un deber sagrado, no permitir que lo político destruyera ese reducto en el cual cada ciudadano desarrolla lo esencial de su vida y sus afectos: su hogar. Me vienen a la memoria las líneas de Saint-Just, muy poco antes de que su cabeza ruede también en la guillotina, a la cual él condujo a tantos. Pero hay un límite para aquel a quien sus adversarios dieron nombre de «ángel de la muerte». Y ese límite era –aun para él, que tan pocos límites tenía– el que imponía la frontera de la vida privada. Porque «la libertad del pueblo está en esa vida privada; no la perturbéis». Traspasado el umbral de cada domicilio, el Estado debe desvanecerse.
El gran invento del totalitarismo fue transgredir ese postulado. Y Hitler supo, como supo Stalin, que era precisamente en la guarida familiar en donde, con más eficacia, podía consumarse la tarea clave del dominio absoluto: construir subjetividades a la medida de lo que el Estado precise. El ideal totalitario es el del juego de una matemática fractal que haga de cada sujeto un espejo a escala del Estado mismo. Nada ambiciona más un poder totalitario que cincelar la vida privada de sus siervos.
Cincelar la vida privada. Meterse en la cama de los amantes, por ejemplo, y manualizarles prolijamente cuáles sean los usos acordes o desacordes con el wokismo «de género» que el Ministerio de Igualdad dicta. Sellar con una app a la medida, por ejemplo, cuáles sean los pactos «cancelables» entre aquellos que, con sexo igual o distinto, comparten un domicilio y tal vez una vida. No es sólo una ridiculez risible. No, por desgracia. Lo que la banda de cursis coleguis de Montero está poniendo en pie, no lo hubiera tolerado nadie que se acogiese a la sintaxis de la más elemental «izquierda» de hace un par de decenios. Sencillamente, porque es ésa la práctica que une, en la vocación totalitaria extrema, a nazismo y estalinismo: el dictado de los comportamientos afectivos o sentimentales de cada individuo; en soledad como en familia.
Nada espero de los otros partidos. Pero sé que esta gente es peligrosa. Demasiado peligrosa como para reírnos sólo de ella.