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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Tiempos extraños

En todo tiempo, sin excepción, la ruda condición humana trueca en heroicas las decisiones moralmente más elementales

Actualizada 01:30

La biblioteca, con el paso de los años, se nos va transformando en íntimo laberinto. Y, en sus baldas, por más maniáticamente ordenados que nos queramos, acaba siempre por extraviarse algún volumen que, vaya usted a saber por cuál azar, quedó un día pulcramente colocado en el lugar que no le corresponde. Pasarán años, antes de que el azar ponga, de nuevo, el libro, en las manos de quien lo ha vanamente rastreado sin dar con su pista y que, tantas veces, ha juzgado más sencillo volver a comprarlo.

A mí me pasó ayer con un librito de bolsillo que, según su anotación de compra, llegó a mis manos en el paleolítico noviembre de 1967 y que di por perdido en alguna mudanza –esos desórdenes esenciales de la vida– hace decenios. Se abrió, al caer, por un pasaje, cuyos versos he citado muchas veces de memoria. Debo suponer que mal. Y que puedo leer ahora en toda su melancólica belleza: «Con amarga vergüenza recordarán / nuestros descendientes / –cuando hayan vencido la infamia– / aquellos tiempos / extraños / en los que / a la simple honradez / llamaban valentía».

Yevgeni Yevtuschenko escribió ese poema en el inicio de los años sesenta del siglo pasado. No había cumplido aún los treinta. A mí me conmovió en el Madrid de mis diecisiete. Aún más me conmueve ahora, pensar en la conmoción de aquellos dos hombres jóvenes: lejanísimos en lengua y geografía, distantes en el tiempo. Y, sin embargo, presos de una misma ingenuidad: soñar que el tiempo cura algo, y que los que vengan cuando nosotros ya no estemos serán moralmente lo bastante mejores que nosotros como para avergonzarse de nuestras cobardías. Yevtuschenko murió, exiliado en Tulsa, a los ochenta y cuatro años, tras dejar una de las obras mayores de la poesía en lengua rusa. A esa edad, estoy seguro de que él sabía –como yo ahora, con un decenio menos, sé– que en todo tiempo, sin excepción, la ruda condición humana trueca en heroicas las decisiones moralmente más elementales. Y que la infamia retorna siempre. Con la mayor frecuencia, enmascarándose de victoria sobre la infamia.

¿En qué ha cambiado el mundo en ese medio siglo durante el cual el precario volumen de bolsillo, traducido al español por López Pacheco, escapó a mi mirada, estando sencillamente ante mis ojos, en esa tan doméstica versión de La carta robada de Edgar Allan Poe?

En el fragor del sobrevivir diario, fantaseé transformaciones mayores del mundo. Todos lo hacemos: sin eso, nos sería engorroso volver a comenzar la misma historia cada día. En la constancia inocultable del libro, cuyo papel amarillea y cuya encuadernación amenaza indisimulable ruina, se me impone una realidad ante la cual todas mis buenas intenciones naufragan en el ridículo. Nada ha cambiado. Nada. Salvo que Yevtuschenko murió en el exilio. Salvo que mi biblioteca es ahora lo bastante grande para saberla un inexpugnable laberinto: como en algún momento deja caer Borges, el más hondo desasosiego de un hombre es el de preguntarse para cuántas de las páginas de esos libros que lo amurallan es él ya un hombre muerto.

Pero la biblioteca tiene días compasivos. Estos, milagrosos, en los que, al azar de una búsqueda precipitada, cae un volumen desde la balda en la que nunca debió estar. Y a uno le golpea, de pronto, el resplandor del presente más íntimo: «… aquellos tiempos / extraños /en los que / a la simple honradez / llamaban valentía».

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