El tiempo de los monstruos
El PSOE de Sánchez no puede ganar. Pero puede hacer imposible que el ganador gobierne
En la repetición ponía Freud el sello de la pulsión de muerte. Claro que Freud está escribiendo eso en 1920, cuando su Más allá del principio de placer da cuenta de la herida con que la Gran Guerra del 14 amputa las ilusiones del hombre ilustrado. Y abre, de par en par, las puertas a la monstruosidad que hemos catalogado como siglo XX: ese tiempo de la perfecta matanza que fue el nuestro.
La repetición nos impone una sospecha inquietante: somos incapaces de aprender nada. Nada de lo esencial, de aquello sobre cuyos juegos se dirime nuestro sentido. Desviamos lo insoportable, mediante naderías cuya pantalla nos oculte el abismo hacia el cual, flemáticos, avanzamos. «Corremos despreocupadamente hacia el precipicio, después de haber puesto algo ante nosotros para que nos impida verlo», reflexionaba Blaise Pascal. Así de locos estamos. Tanto como para suponer que esos gratos adornos que nos separan del abismo tendrán la mágica virtud de garantizarnos la repetición sin fin del salto vertiginoso hacia la nada. Es mentira, claro. Todos lo sabemos. Todos fingimos ignorarlo. ¡Es tan grata la ficción de eternidad que el repetir nos otorga! Lo más gracioso de todo es que ni nos damos cuenta. Y esa ficción de creer todo repetible va socavando vidas y mundos. En todas su esferas. También en las más prosaicas. En la política, en particular, de un modo, yo ya no sé si repugnante o grotesco.
Porque no hay más que repetición en esto a lo que llamamos política. No hay, por tanto, más que muerte. Muerte de lo ético como de lo estético: muerte, en suma, de cuanto pudo ser pensado como noble por humanos demasiado ingenuos. Desde el descabalgamiento del pasivo Rajoy hasta las dos sucesivas legislaturas de un plagiario que se aupó al poder sobre los peores resultados electorales en la historia de su partido, cinco convocatorias de elecciones generales en siete años dan síntoma de un repetido eco siniestro: no hay salida. Una y otra vez, las urnas devuelven al punto de partida: el de una nación a la que mitologías y odios anacrónicos parten por la mitad. Una y otra vez, las urnas volverán a ponernos ante una vileza institucional a la que nadie quiere poner remedio: la del sistema electoral que, al beneficiar a los votantes de Cataluña y del País Vasco, hace de partidos irrisorios la llave para gobernar la nación. Carísima.
Repetir es pudrirse. Pero también la putrefacción renta a aquellos políticos que sepan simbiotizarse mejor con las bacterias necróticas. Y no, no pienso yo que Sánchez cuente con ganar las elecciones del 23 de junio. La estrategia que sus consejeros menos bobos le recomendaron, en la noche misma del bofetón de mayo, es más sutil. Y, a medio plazo, más rentable. Imponer que nadie gane. Y poner al servicio de eso todos los medios a su alcance: ilimitados casi, en el imponente conglomerado de poder político, mediático y fiscal a su servicio.
El PSOE de Sánchez no puede ganar. De hecho, no ha podido nunca, desde que el doctor plagiario rige sus destinos. Pero puede hacer imposible que el ganador gobierne. Basta para ello que se den dos supuestos: a) que Feijóo no logre la mayoría absoluta, b) que la demonización de sus únicos posibles aliados –un Vox colosalmente torpe en sus retóricas– bloquee la única aritmética que cuadra para formar gobierno.
No es una táctica torpe, en absoluto. Suicida sí: pero eso, ¿a quién le importa? Juraría que alguien susurró en la noche del 23 de mayo, al oído del iletrado presidente, la fórmula, tan trágica, del Gramsci preso en 1930: «La crisis consiste con exactitud en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más diversos».
(Postdata para filólogos. El primer traductor francés de ese pasaje, infiel pero brillante, modificó su final, convirtiéndolo en «… y en este claroscuro nacen los monstruos». Que es la versión que al asesor de Sánchez parece haber seducido. Los monstruos, en cualquier caso, vienen ya de camino.)