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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Europa, o el eje Jerusalén–Atenas–Roma

Porque Europa va a ser eso que el culto renacentista de la inteligencia, de la cual son garantes los libros, pone en el mismo plano que cualquier otro culto sagrado

Actualizada 01:30

Año 1417. El bibliotecario papal, Poggio Bracciolini, en su búsqueda de ejemplares raros con los que enriquecer la colección vaticana, visita cierta abadía centroeuropea que podría haber sido la de Fulda. Y allí, en el silencio de una biblioteca que los monjes preservan con la minuciosa fascinación de quien no tiene acceso a los misterios de su lectura, el cultísimo secretario papal va descubriendo tesoros literarios de los que apenas si quedaban en la memoria títulos, nada más que títulos.

Stephen Greenblatt nos ha narrado el momento culminante de su periplo. Ése en el cual el bibliotecario se detiene ante un grueso volumen que contiene 7.400 hexámetros latinos. Al poco de iniciar su lectura, Poggio sabe qué es lo que tiene delante. Todos los comentaristas antiguos han hablado de ese libro como del mayor dispositivo de combate contra las creencias religiosas jamás escrito. Lleva siglos perdido y es muy probable que este ejemplar del tratado Sobre la naturaleza de las cosas (De rerum natura) sea el único que haya sobrevivido al roer del tiempo y a la saña de los hombres.

Al que fue secretario de Bonifacio IX y de Gregorio XII, y que volverá a serlo –tras el paréntesis desafortunado de su entrada al servicio del «antipapa» Juan XXIII– de Martín V, Eugenio IV y Nicolás V, todo hubiera debido aconsejarle la destrucción inmediata de esa obra juzgada unánimemente como satánica, para garantizar así su definitivo olvido. Pero Poggio se sienta ante el escritorio: el abad no permite ni siquiera a un bibliotecario papal llevarse a Roma uno sólo de esos tesoros que su biblioteca encierra. Durante varios meses, Bracciolini hace su propia copia del manuscrito para uso de la Biblioteca Vaticana. Y, con Lucrecio, la temida peste de la irreligiosidad –que Marsilio Ficino deplorará muy pronto– llega al corazón del mundo cristiano. Y dirime su paradójica discusión –y abre su aún más paradójico diálogo– con él. Y el Renacimiento se inicia. Y nace Europa.

Porque Europa va a ser eso que el culto renacentista de la inteligencia, de la cual son garantes los libros, pone en el mismo plano que cualquier otro culto sagrado. Porque sagrado va a ser, para los renacentistas italianos, todo pensar que se asome a la producción de verdades, aun de las más oscuras Cosme de Medici habrá gastado una fortuna incalculable en hacer que Gemisto Plethón y Bessarión de Nicea le hagan llegar todo cuanto libro pueda ser salvado de la Biblioteca Imperial tras la caída de Constantinopla en manos turcas en 1453. A esa fortuna incalculable debemos la recuperación plena de Plotino, del Corpus Hemeticum, de los mejores códices platónicos, de buena parte de los manuales de medicina y geometría griegas. Y a esa fortuna incalculable debemos las primorosas traducciones al latín, que, en Careggi, cincelará el grupo financiado por el gran señor en torno al maestro Ficino.

Antes de eso, mucho antes, la Septuaginta, iniciada bajo Ptolomeo II (siglo III adc) por un prodigioso equipo de filólogos, había dado al mundo helenístico traducción griega de la Biblia hebrea. Vertida en ese griego de tradición y estructura platónicas, cuyas consecuencias para la relación entre texto sagrado y filosofía serán tan sutilmente estudiadas por Joseph Ratzinger en 1959. Con la llegada de Lucrecio a Roma, el ciclo se completa: un poeta latino del siglo I recompone el sistema filosófico de aquel Epicuro perdido, al cual los antiguos juzgaron el mayor adversario de Platón y el más digno competidor de su contemporáneo Aristóteles.

Y el eje Jerusalén-Atenas-Roma queda sellado sobre el respeto inviolable de los textos: el cristianismo absorbe, como parte de su propio patrimonio, los grandes textos judíos y paganos. Europa es escritura. O Escritura, si se quiere. Son lo mismo. Porque toda escritura es sagrada: eso define a Europa. Hasta nosotros. ¿Lo que venga de camino…? ¿Y quién puede saberlo?

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