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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Entre catástrofe y asco

No hay más alternativa para salir del callejón que un acuerdo PP-PSOE. Y la redacción urgente de otra ley electoral

Actualizada 01:30

Espectáculo, sólo espectáculo: tal es hoy la política. Espectáculo que mueve afectos. Afectos que decantan votos. Todo opera con una lógica implacable: la que, hace medio siglo, dibujara, con precisión de miniaturista, Guy Debord en un libro que no deberíamos cansarnos de releer si aún nos quedan ganas de entender algo en medio de esta obscena tomadura de pelo en la que se ha trocado la vida del contribuyente. «Contribuyente» es lo único que queda de aquella invención de hace un par de siglos a la cual se llamó un día «ciudadano».

Con la figura del ciudadano, se fue esfumando, a lo largo del último medio siglo, la figura histórica del representante. La política quedó trocada en una profesión. Y sometida a las mismas reglas de cualquier otra tarea salarial. Nadie hoy en ningún parlamento representa a quienes se tomaron la molestia de salir de casa para ir a votarlo. Como cualquier asalariado, el diputado representa a quien lo contrató, ofreciéndole –en el caso español– sueldo y privilegios muy por encima de sus cualificaciones profesionales. Y esa representación, sí, es hermética, implacable. Y no admite caprichos ni infidelidades, porque el que paga manda y la infidelidad aquí se paga con la exclusión en las próximas designaciones de futuros cargos. Muy pocos de esos representantes del líder contratista se saben en condiciones de aspirar a un puesto de trabajo equivalente en ganduleo e ingresos. Casi ninguno –digo casi porque me siento hoy bondadoso– está dispuesto a renunciar a esa excelente vida.

Lo de Extremadura es la caricatura de este desprecio a la nación y a los pobres contribuyentes que votaron como les habían dicho que era lo óptimo para su tierra y para la tierra de todos. Era mentira, por supuesto. Como es mentira cuanto se promete en un programa político. Hace mucho que el brillante cinismo de Tierno Galván se atrevió a romper el Mysterium Magnum que a todos en política concita: «Los programas están para no cumplirlos». Los ingresos extraordinarios de los asalariados políticos son lo único que se vota en unas elecciones.

¿Hacía falta una prueba? España vive tiempos críticos. Ante eso, una sensatez elemental forzaría, en tierras más civilizadas, el recurso a gobiernos de concentración. A través de las mecánicas precisas: grandes alianzas al estilo centroeuropeo, que permitan administrar juntas la nación a las autodenominadas «izquierda» y «derecha», definiendo objetivos imprescindibles, pactos de Estado sencillamente racionales, que dejen de lado estas memeces partidistas que ni un átomo de realidad contemplan, que son sólo retórica, tras de la cual se oculta el deseo de ingresar más sueldo que el adversario. En suma, vivimos en un permanente robo al contribuyente. Robo a izquierda, robo a derecha. Porque es robar ese tirar el dinero público a la cuneta de las ideologías, es decir, al bolsillo de los ideólogos.

No hay más alternativa para salir del callejón que un acuerdo PP-PSOE. Y la redacción urgente de otra ley electoral. Previa depuración, claro está, de los lastres que pudren a ambos partidos: queda claro que Sánchez, el primero; pero no el único. No escribo esto con entusiasmo. Ambas fratrías me asquean equitativamente. Pero cualquier otra opción es hoy catastrófica. Entre catástrofe y asco, que cada cual elija.

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