Cuatrocientos años
Pocas veces la lucidez barroca fue tan lejos. Ninguna nos es tan cruelmente cercana
Cuatrocientos años se cumplen hoy: 1623, 19 de junio. Un niño nace. Enfermo. Nadie, en la familia de Étienne Pascal, funcionario real en Clermont, confía en que éste, su primer hijo varón, pueda salir adelante. Vivirá treinta y nueve años, sin embargo, Blaise Pascal. Y arrastrará en ellos el lastre de la enfermedad. También, el no menor peso de una inteligencia desmesuradamente por encima de su tiempo.
Treinta y nueve años de vida. Los bastantes para, sin salir apenas de la clausura impuesta por un cuerpo sufriente, haber fundado, junto a Desargues y Fermat, la matemática moderna. Los bastantes para dar a la luz esa máquina aritmética en la cual verá Alan Turing, tres siglos más tarde, el fundamento de la computación, envueltos en cuyo imperio vivimos nosotros. Los bastantes para haber cristalizado lo que Voltaire designará como apertura de la prosa moderna en lengua francesa. Los bastantes para haber recorrido algunos de los hallazgos que revolucionan la física experimental en la Europa barroca.
Los bastantes, también, para haber aprendido a despreciar todo eso y a juzgarlo tan sólo una madeja de «entretenimientos» y para apostar por un salto al absoluto, frente al cual lo mundano no es más que engorroso obstáculo. «La enfermedad», concluirá en esos últimos años de una vida que ocupa en anotar sus dispersas reflexiones, «la enfermedad es el estado natural del cristiano». Porque sólo quien vive en la certeza de que lo perecedero está ya pereciendo y ha perecido ya en cada tic-tac del tiempo, ése tan sólo estará en condiciones de dar el salto al vacío que él llama anéantissement, aniquilación o anonadamiento, sin el cual Dios sería una ausente añoranza sin respuesta, «Dios oculto» de Isaías, Deus absconditus.
Nos esforzamos, anota ya al final de su vida, en «pasar el tiempo», porque nuestra miseria primera es sabernos incapaces de permanecer solos y en silencio. Y saber, sin embargo, que sólo en la soledad y el silencio habita la verdad que el tumulto humano elude. Pasar el tiempo, entretenernos para eludir lo único grave: eso es el juego, un primordial refugio frente a la grave certeza de que nuestro tiempo mengua. Y que la muerte –la propia como la de aquellos a los que amamos– está siempre al acecho. ¿Por qué ese paradójico empeño humano en «pasar el tiempo» a cualquier precio? El ejemplo pascaliano es desolador y lúcido; desolador por lúcido: «¿De dónde viene que ese hombre que acaba de perder hace apenas unos meses a su único hijo y que, abrumado de procesos y querellas, estaba esta mañana tan alterado, no piense ahora ya en ello? No os asombréis, está por completo ocupado en ver por dónde pasará ese jabalí al cual los perros persiguen con tanto ardor desde hace seis horas. No se requiere más. Por muy lleno de tristeza que esté el hombre, si logramos hacerle entrar en alguna diversión, será feliz durante ese tiempo».
¿La geometría proyectiva? ¿El prodigioso «triángulo aritmético»? ¿Las experiencias de Torricelli acerca del vacío? ¿La máquina sumatoria? ¿La diatriba ácida de las Cartas provinciales…? Juegos. Nada más que eso. Y, al final de su vida, el joven sabio se encierra en la soledad de su enfermedad incurable. Y sabe que en esa enfermedad y en ese silencio están lo único que de verdad valió la pena. Anota: «la enfermedad es el estado natural del cristiano, porque en ella se está como siempre debería estarse: en el daño y el sufrimiento, en la privación de todo bien y todo placer de los sentidos, exento de todas las pasiones que horadan el curso de su vida, sin ambición, sin avaricia y a la espera continua de la muerte».
Pocas veces la lucidez barroca fue tan lejos. Ninguna nos es tan cruelmente cercana.