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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Rock and Roll Star. Sinéad O'Connor

¿Pero debe alguien, de verdad, pagar un precio tan alto para que los demás tengamos tres minutos de belleza?

Actualizada 01:30

Cuando Sinéad O’Connor grabó Nada puede comprarse a ti (Nothing Compares 2 U) tenía veintiún años. Había sacado ya un primer LP bien considerado por la crítica. Pero no era casi nadie aún. De repente, en torno a ella, se desencadenó el torbellino llamado éxito. Que la destrizó. Como destrizó a tantos de sus mismos años y en los mismos años. En una desmesura que es metáfora del caos que cierra el siglo: lo llamamos rock and roll y es, al cabo, nuestro único mito perseverante.

Ignorábamos, por supuesto, en 1990, que aquel ángel, que en vano buscaba disfrazarse de rapado diablo, había transitado ya unos cuantos infiernos. El de la infancia, el primero. El peor. Porque sus heridas nunca cicatrizan. Mala familia, mala vida, pésimos reformatorios. La conjunción perfecta para grabar a fuego la muerte en el alma desde antes de la adolescencia. Después, el éxito. Después, como precio ineludible del éxito demasiado temprano, los años de la errancia anímica. Todos los que le quedaban por recorrer en una vida de enlazadas catástrofes, clausurada anteayer. Apenas un año después de haber perdido a un hijo de 17 años.

No, no fue el suyo el fogonazo legendario que cantaba Neil Young en su Hey Hey, My My (Into the Black): «Mejor arder en una sola llamarada, pues que la herrumbre nunca duerme». No fue la suya aquella juvenil hoguera que hizo ceniza de Jimi Hendrix, de Jim Morrison, de la inmensa Joplin… Ni tampoco estaba al alcance de ella la fuerza que exhibió, en aquella primera generación de estrellas autodestructoras, la Marianne Faithfull que saldría de veinte años de adicción a la heroína con el quizá más bello álbum de su generación –que es la mía–, Strange Weather, en 1987.

La fragilidad anímica había acompañado a O’Connor desde una infancia que ella narra como tejida en malos tratos y abusos maternos. Y había tocado fondo en el reformatorio. El culto sacrificial, al cual el rock and roll condena celosamente a sus estrellas, no podía sino acentuar ese vértigo hasta un extremo insostenible.

Muy pocos, en las tres décadas prodigiosas que van de los sesenta a los ochenta, salieron limpiamente de ahí. Enumerémoslos con respeto: Mick Jagger, ante todo, a quien Faithfull describiría en sus memorias como el profesional más equilibrado, bajo las máscaras demoníacas que eran sólo su escenografía bien calibrada. Cohen, que volcó toda su melancolía en una canción que tres decenios más tarde supimos dedicada a la trágica Joplin: Chelsea Hotel. McCartney, que derivó enseguida a un clasicismo que a algunos no nos gusta, pero que es apolíneamente intachable… Y, por encima de todos, el más raro –y quizá por ello el más fuerte–, el Bob Dylan que estuvo siempre al margen de todos los demás, intangible en su torre de marfil aun en los tiempos del mayor exceso, hasta llegar a la –pienso que triste– respetabilidad de un premio Nobel que no mereció y que debió rechazar, porque nada añadía a la dimensión colosal de sus canciones.

Sinéad O’Connor pertenecía al reino de la belleza desvalida que exhibía la voz angelical de una cría de 21 años, susurrando una canción de Prince que nunca nos hubiéramos imaginado que pudiera ser tan íntima. A ese reino de la belleza quebradiza que estremecía su dúo con Roger Waters en Berlín, tras la caída del muro, en uno de los más épicos conciertos de la historia del rock and roll: y claro que la voz de O’Connor no tenía la potencia de la habitual corista de los conciertos de Waters (y de Clapton y de Van Morrison y de tantos de los grandes), la casi anónima Katie Kissoon. Pero la ternura de aquella muchacha, estática en el sombrío centro de la escena de la «Madre», que fue siempre eje de sus fantasmas y de sus pesadillas, estremeció a cuantos asistieron a la mastodóntica puesta en escena de The Wall en la ciudad ya sin muro.

Fue el vértice de su gloria. Y después naufragó. ¿Valió la pena? Sigo escuchando su segundo LP. Valió, pues, la pena. Para mí. ¿Pero debe alguien, de verdad, pagar un precio tan alto para que los demás tengamos tres minutos de belleza?

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