Votar en contra
Quien decida votar –no es mi caso– que no vote a favor de nada. Ni de nadie. Que vote contra quien amenaza destruirlo
Seré conciso y no eludiré una responsabilidad que es ésta vez demasiado imperativa. No es hora de juegos. Ni siquiera de juegos de palabras.
Una elección general debiera ser un acto administrativo. En una democracia racional. Nada que abrigue epopeyas grandiosas ni sollozantes tragedias de telenovela. Y cada ciudadano debiera sólo conjeturar –calculadora en mano, si es preciso– qué es lo que su presupuesto familiar gana y qué es lo que pierde con la aplicación de cada propuesta de cada candidato. En una democracia racional. No en ésta. Porque, en la España de 2023, nadie habla la racional prosa del cálculo presente: eso no mueve voto. Hablan todos –todos– de mitologías: grandes, hueras, resonantes. Y que a mí me inducen a cierta náusea. De mitologías que tienen con exactitud un siglo y que no mueven un sólo dispositivo de bienestar material o moral actual. De mitologías que componen la leyenda de una carnicería aldeana a la que pomposamente todos hemos venido dando solemne nombre de guerra civil: como si la horrible matanza de 1936-1939 hubiera sido memorable por algo más que por una crueldad propia de bestias.
Y en ese torbellino de demencia, en esa alucinación de exhumar cadáveres y recomponer acontecimientos históricos que avergüenzan por igual a todos cuantos pasaron por la desdicha de vivirlos, yo, que desciendo de derrotados, encarcelados, condenados a muerte, me atrinchero en decir que estoy harto. Harto de sus historias, que son sólo historietas. Harto, por encima de todo, de que mis sufrimientos materiales –y, sobre todo, los de los míos– hayan servido a bandas de sinvergüenzas para ganar votos, esto es para ganar sueldo. Y exijo la racionalidad que nunca he conocido. Y que, sencillamente, añoro. Y que nadie me ofrece. La racionalidad, exenta de mitos, que debiera regir cualquier proceso electoral en una democracia moderna.
Quede claro, pues, que no tengo la menor intención de votar: no veo a nadie que pueda, ni aproximativamente, «representar» mis rarezas racionalistas. Que son mías y a las que no tengo por qué renunciar en favor de sus «normalidades» legendarias. Pero quede igualmente claro que entiendo a los ciudadanos que votan con el único criterio que se me ocurre respetable: el de lo menos malo. Porque, es verdad: al final, un ciudadano sensato vota sólo contra lo peor. Es legítima autodefensa. Y la manifiesta voluntad de los socialistas históricos –Vázquez, el último– que han anunciado su voto contra Sánchez, más allá de simpatías o antipatías personales, me parece lo único digno en este juego de mentiras, que una ley electoral obscena corrompe sin salida. Quien decida votar –no es mi caso– que no vote a favor de nada. Ni de nadie. Que vote contra quien amenaza destruirlo. Algo es algo.
Escucho a una suprema iletrada proclamar que hay que votarla a ella «para ganar la vida». Interpreto que para «ganar(se) la vida» ella. Previsible, desde luego. Conmigo que no cuenten.