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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

¿Y si ya no le vota ni Txapote?

Me inclino más a pensar que no, que no fue un sanchicidio. Que fue un suicidio. Y que era inevitable

Actualizada 01:30

En el minuto final –ese al que periodistas cursis bautizaron como «minuto de oro»– el rostro del presidente era el de un maniquí de cera que empieza a derretirse a la vera de una estufa. Algo así recuerdo haber visto de niño en una película de mucho miedo, allá por los años cincuenta, que me infundió el horror por los museos de cera. Gestos, miradas, sonrisas y cóleras se iban fundiendo en una gelatina indeterminada: uno esperaba empezar a ver surgir el hueso bajo la plastilina en cualquier momento. Ése es el rostro desencajado que precede al colapso. ¿Agotamiento? Difícil creer que sea sólo eso: Sánchez es joven y gusta de exhibir una excelente forma física de añejo deportista. Lo que fallaba venía de otro sitio. Se llama cerebro y no es el músculo más firme del doctor plagiario.

Pero ese rostro decía, sin equívoco, que el presidente se daba por vencido. En un combate de boxeo, «los Migueles», que desde el rincón ejercen su asesoría, hubieran arrojado la convenida esponja sobre la lona, antes de que el daño cerebral del púgil grogui llegara a un punto irreversible. Pero no se puede ejercer esa piedad básica en un estudio de televisión. Y el daño –moral como mínimo, tal vez mental a secas– granizó sobre el perdedor hasta el último segundo. Me vinieron a la cabeza aquellas dos carnicerías que practicó el aspirante Cassius Clay sobre el aún campeón Sonny Liston en 1964. Sólo que Clay fue infinitamente más cruel de lo que puede serlo un caballero tan comedido como lo es Feijóo. ¿Puede alguien volver a ser quien fue después de un castigo semejante? De un castigo exhibido, en directo, ante no sé cuántos millones de espectadores. Y cruelmente multiplicado luego por las redes. Liston no volvió a serlo. ¿Sánchez? ¿Quién puede saber eso?

¿Planificó alguien esta carnicería? No Feijóo, desde luego, que se limitó, durante todo el debate, a sencillamente hacer esgrima de gimnasio con aquel saco de entrenamiento, puesto ahí para, más que recibir, buscar todos los golpes, sin estrategia alguna de respuesta. ¿Fue una conspiración de los dos tan listos asesores oficiales con los que se había encerrado el presidente para pulir su estrategia de combate a espaldas del partido? Es de lógica elemental en ese tipo de gente que, hartos de un jefe inapto –tal vez, inepto–, lleven ya un tiempo maquinando ofrecerse a un nuevo caudillo socialista menos incompetente. Siempre y cuando esté dispuesto a mantenerles, of course, negocio y privilegios. Conociendo la perfecta carencia de escrúpulos de ese tipo de fontaneros, no diría yo que no lo hayan pensado. Pero la apuesta era arriesgada. Demasiado. Incluso para dos asesores listos.

Me inclino más a pensar que no, que no fue un sanchicidio. Que fue un suicidio. Y que era inevitable. Inevitable para un pobre joven don nadie que fue, en su día, mutado en personaje merced al favor de Pepiño. Inevitable para un sujeto capaz de presentar como propia una tesis plagiada vaya usted a saber por quién o quiénes. Inevitable para el pobre diablo que cada vez que se ha presentado a unas elecciones ha obtenido los peores resultados de la historia del PSOE. Inevitable para este que es sólo virtuoso en un arte. Eso sí, el más importante en política. Mentir, mentir, mentir. Aunque todo aquel que le escuche sepa que está mintiendo. Mentir siempre. Funciona… hasta cierto límite. Y el límite fue anteayer.

Y es verdad que Feijóo ni siquiera intentó ser cruel. Hubiera podido serlo. Y mucho. Pero era más eficaz dejar que aquel triste pelele se descuajaringara solo. Sin mancharse de sudor ni de sangre. Crueldad suprema. Eso decía el rostro de quien entró soñando aún ser presidente. Y salió siendo nada. Una amarga interrogante parecía planear en su última mirada a la cámara, ya al borde del colapso. La derrota es solitaria. «¿Y si ya ni Txapote va esta vez a votarme?»

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